En 1983, recién estrenada la Comunidad Autónoma de Madrid, a Joaquín Leguina, primer presidente de la cosa, se le ocurrió la peregrina idea de encargar la letra del nuevo himno madrileño al poeta y filósofo Agustín García Calvo (1926-2012), un sólido e interesante pensador pero también uno de los personajes más extravagantes y excesivos de una época que tendía a los excesos. Un hombre agudo, irreverente y ácrata, siempre tintineante de medallones hippiosos, que, por supuesto, creó una letra que tuvieron que domesticar, porque, entre otras cosas, decía: “Y en medio del medio, capital de la nada, oficinas, garajes, museos”. Gracias a la intervención del alcalde Tierno Galván consiguieron contener sus asilvestradas metáforas y en concreto esa línea se convirtió en “Y en medio del medio, capital de la esencia y potencia”. Aunque el maquillaje no sirvió de mucho; ahí sigue el himno con su texto, pero por lo general sólo se toca la música (ver el genial artículo de Álex Grijelmo en EL PAÍS).

Comprendo que lo de “capital de la nada” resultara difícil de tragar en los estamentos oficiales, pero desde que lo escuché (en su momento hubo un enconado debate público) me pareció una idea brillante. Soy de Madrid, como mis padres, y crecí sintiendo que vivía en una especie de vacío, en un hueco informe y sin memoria. Cuando fui a partir de los 10 años al instituto, en la década de los sesenta, envidiaba a mis compañeras porque todas eran “algo”, extremeñas, gallegas, andaluzas, al contrario que yo, que no era nada. No creo exagerar cuando digo que no había madrileñas en mi clase; por aquel entonces, a los cuatro primeros cursos de instituto, de los 10 a los 14 años, iban las niñas de bajo poder adquisitivo (luego, a partir de los 15, empezaban a llegar las alumnas más finas de los colegios de monjas). Y la mayoría del aluvión de inmigrantes que acogió Madrid en aquella época no disponía de mucho dinero. Me refiero a la inmigración interior. Se calcula que, en la década de los sesenta, unos 3.100.000 españoles se trasladaron del campo a las ciudades. Y Madrid, en concreto, recibió a 687.000 inmigrantes de 1961 a 1970.

Entre ellos estaban mis compañeras de clase, que venían de Jaén, o de Palencia, o, mejor aún, y esto era lo más habitual, de un pueblo de Castilla, de León o de cualquier otro rincón del país, unos lugares míticos, soñados, con sus dulces tradicionales, sus costumbres, sus fiestas de la Virgen de agosto, las verbenas y bailes en la plaza, los ríos a los que iban a bañarse en verano, porque esas niñas siempre regresaban al paraíso en vacaciones y, al retomar las clases, venían cargadas de anécdotas y de embutidos riquísimos. Mientras que yo no tenía ningún sitio al que regresar, ningún lugar al que me sintiera pertenecer y del que enorgullecerme o contar cosas. Recuerdo casi todo el Madrid de mi infancia en blanco y negro, salvo alguna fugaz escena a todo color (una alameda moteada por el brillo del sol entre las hojas, el perfume de los puestos de melones). “Madrid, ciudad tibetana”, leí un día en un texto del poeta Gil de Biedma (aunque luego he sabido que la ocurrencia fue de Gaziel, famoso director de a) y también me sentí muy identificada: una sombría ciudad de techos planos, austera, desnuda y heladora, con esquinas batidas por vientos polares, achicharrante y desierta en los veranos, lejos de los lugares donde bullía la vida (las playas, las fronteras), siempre enemiga e inhóspita. O tal vez el recuerdo esté manchado por las inefables tristezas que a menudo acechan en la infancia.

De lo que no me cabe duda es de que crecí en los peores años de Madrid, mientras era destruida por el desarrollismo, invadida por un torrente de coches sin ley y aplastada por el poder franquista, que allí tenía su centro. No me gustaba Madrid cuando era joven, y me llevó media vida irla viendo cambiar y embellecerse, como un patito feo que se transmuta en cisne. Hoy amo esta ciudad, y no sólo porque ahora sea mucho más bonita y sofisticada, sino, sobre todo, porque he aprendido a valorar ese hueco interior, su corazón de ausencia. Eso es lo que hace que no sea cerril en sus esencias patriochiqueras, sino una ciudad abierta y de acogida. Al ser la capital de la nada, Madrid es también la capital de todos. Hoy me enorgullezco de vivir en una ciudad con tan poco peso interior que, justamente por esa razón, puede volar.



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