El traqueteo del hielo golpeando el metal de la coctelera ya no deja de escucharse al traspasar la puerta de ese universo mítico atrapado entre las paredes del pequeño bar del hotel Ritz de París. El lugar, algo edulcorado hoy, evoca en sus paredes y mesas, con todo tipo de parafernalia, los tiempos gloriosos y la obra de uno de sus mejores clientes, el escritor Ernest Hemingway. Pero durante un tiempo fue también el lugar donde Frank Meier, un legendario coctelero, vio desfilar a los protagonistas de una de las épocas más convulsas de Francia. La llegada de los nazis a París y la ocupación provocaron un éxodo masivo en la ciudad. Y el Ritz, propiedad de una familia suiza, con las ventajas de esa neutralidad que aporta el pequeño país, fue el único hotel de lujo que permaneció abierto. Detrás de la barra, Meier asistió a la metáfora etílica de lo que sucedía en el resto del país: oficiales de las SS borrachos de poder, colaboracionistas, resistentes, espías. La última frontera entre la dignidad humana y el mal.
El material, una recopilación de archivos y relatos orales, sirvió al historiador Philippe Collin (Brest, 50 años) para construir El barman del Ritz (Galaxia Gutenberg), una novela inspirada en aquel ecosistema surgido esos días en la niebla social del célebre hotel durante la ocupación nazi. Collin, un bretón de origen humilde, productor de la Radio France Inter y autor de fabulosos podcasts de historia, conoció en 2002 a Collin Field, quien fue el sucesor de Meier. Después de muchas tardes de domingo, este comenzó a contarle la historia de quien le había precedido preparando brebajes al borde de aquella bisagra legendaria. “Me había prohibido entrar aquí cuando llegué a París, como si fuera una barrera social. Pero en 2002 tuve que venir a entrevistar a Yoko Ono. Fue una oportunidad para entrar con una legitimidad profesional. A la salida, me dije: ‘Va, estás en el Ritz, quién sabe si volverás’. Atravesé el pasillo y llegué al bar. Había poca gente entonces. No tenía mucho dinero, pero podía pagarme un cerveza…”, recuerda, sentado en una mesita del bar del hotel de la place Vendôme, sobre la primera vez que pisó el establecimiento.
Collin, abstemio desde que vio que las horas del día no bastaban para sus nuevos proyectos, se convirtió en una celebridad entre los empleados del Ritz tras la publicación del libro, que ha despachado ya más de 300.000 ejemplares en Francia. “La época que vivió Frank —un judío que oculta su identidad ante sus clientes de las SS— se parece de manera lejana a la que atravesamos todos. Las preguntas son parecidas ante una situación que está cambiando”, apunta mientras aconseja tomar un Sidecar, un cóctel que diseñó el propio Meier, sin darse cuenta de que está publicitado como el más caro del mundo: 3.000 euros. Tras convenir que alguien en la redacción de Madrid podría estar en desacuerdo con la factura, Collin sugiere una suerte de Dry Martini con toques de miel, también inventado por Meier. Uno de los preferidos de las SS. “Los oficiales estaban encantados con el bar de Frank. Era un lugar de recepción para quienes venían de visita, como Goebbels, o para los que se instalaban aquí, como Hermann Göring, que vivió en la suite Imperia cuando venía a robar obras de arte a judíos”.

Meier, curtido en Nueva York, siempre cerca de expertos en euforias líquidas como Francis Scott Fitzgerald, preparaba los mejores brebajes del París ocupado. Pero él fue también en sí mismo una suerte de cóctel que contenía los ingredientes que constituían el abanico emocional francés. Colaboracionista moderado, pero resistente a su manera. Ambiguo y laxo. Pero también incómodo, turbado. “Se aclimató muy bien a la situación. Servía los cócteles a los nazis, pero cuando fue pasando el tiempo muchas cosas se volvieron insoportables y quiso reaccionar. Él hubiera deseado ser más valiente, pero no lo logró. Y es algo muy humano y común entonces”.
Meier, o el personaje que compone Collin a través de ese equilibrio de imaginación e historia, se alegra de la llegada del mariscal Pétain, símbolo del colaboracionismo y de la rendición a los nazis. “Usé a Frank para contar la psicología de los franceses. Su camino moral y personal evoluciona como el de muchos compatriotas. Al comienzo, en junio de 1940, Francia vive en pánico la catástrofe. Luego Pétain firma el armisticio y llega el fin de la guerra y eso alivia a mucha gente. Hay que recordar que había batido a los alemanes en la I Guerra Mundial. Era un abuelo, el bigote blanco, guapo. Todo el mundo pensó que estábamos salvados. La gente se reconocía en ese personaje. En esa época había 40 millones de petainistas y solo un puñado de resistentes. Y para Frank la vida continuaba”, analiza el historiador, subrayando la contradicción que afloró en la sociedad francesa.
La vida, sin embargo, seguía solo para algunos entre aquellas paredes. “El lujo, como el que se respiraba aquí, ciega”, reflexiona Collin. Pero el hotel era más que eso. O no solo. El lugar, fundado por el suizo Cesar Ritz junto al cocinero Auguste Escoffier, abrió el 1 de junio 1898, en pleno caso Dreyfus y se esperaba que respirase un pensamiento contra todo lo que representaba el capitán judío, condenado falsamente por alta traición y utilizado para impulsar un cierto nacionalismo y antisemitismo que dividió a la sociedad francesa. Pero la amante de Escoffier era la actriz Sarah Bernhardt, dreyfusiana convencida. “Y ella organizó en el Ritz salones de debate a favor del general. Así que a un lugar conservador llega un movimiento de progreso. Y toda la historia del Ritz estará luego atravesada por esos dos elementos contrapuestos. Si usted pasa aquí el tiempo suficiente, verá que todavía hay esa dicotomía”, agrega el estudioso.
El éxito de su libro, del que ya se prepara una película, tiene que ver también con esa búsqueda de respuestas a la cíclica repetición de la historia. “Cuando los últimos testigos desaparecen, los deportados, los resistentes, los escapados de los campos, resurge lo que hemos visto hace algunas semanas. Celebrábamos los 80 años de liberación de Auschwitz y, al mismo tiempo, hay gente en Estados Unidos haciendo el saludo nazi. Da miedo, terror. Porque ves que cuando la memoria se desvanece, cuando los muertos serán más muertos, vuelven los reflejos del fascismo. Y sí, podemos llamarlo así sin exagerar”, apunta.
En nuestra época resuena otro eco de aquel tiempo, cree Collin: la pérdida de valores compartidos como sociedad que nos mantienen unidos. “Y entonces nos replegamos sobre nosotros mismos, sobre la familia. Y eso es el terreno perfecto para el fascismo, que busca fracturar la sociedad. Sin guerra civil no hay fascismo”, apunta. Y concluye: “Cuando la guerra y la ocupación comenzaron, no hubo ningún intelectual francés, tampoco estructuras sociales y civiles, como el Ejército o la Iglesia, que llamasen a la resistencia. Pero cuando Francia recibió a Pétain, mucha gente entonces desconocida se cosió en el pecho esos valores compartidos. Eran los resistentes. Gente que tenía valores republicanos y humanos. Y estoy seguro de que eso existe todavía y resistirán si las cosas se ponen peor. Y cuando haga falta ir, irán. Porque no lo dude, hará falta. Eso nos dice la historia”.
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