El madridismo llevaba tanto tiempo esperando a Xabi Alonso que se podría pensar en Carlo Ancelotti, el técnico más laureado en la historia del club, como una especie de gobernador ausente, el hombre tranquilo que daba de comer a las palomas mientras los éxitos le caían del cielo, casi nunca de la pizarra. Y debe ser por eso que los nuevos inquilinos del banquillo blanco acostumbran a presentarse en su primera rueda de prensa vestidos de negro: no por elegancia, que así debe ser, ni por una cuestión de protocolo, sino por intuir que su primer día en el cargo es, también, la víspera del propio entierro.
Nadie es ajeno a la ilusión, tampoco el aficionado que necesita algunos tropiezos para conectar con su equipo a base de frustración y malos augurios. Los comienzos ofrecen tregua al pesimismo y Xabi Alonso encarna todo lo que el madridismo generalista ansía en este tramo del camino: un apóstol del cambio, el exfutbolista con pie de cirujano que se convirtió en entrenador de método, un tipo con toda la pinta de subrayar los libros y al que te podrías encontrar, cualquier tarde de estas, en un concierto de León Benavente. Del tolosarra se esperan muchas cosas, pero la primera, acaso la principal, es que imponga un cierto orden en el vestuario sin parecer un guardia civil con bigote, capa y tricornio.
Aterriza Alonso de regreso tras coquetear con el milagro, el hombre que le arrebató Alemania al Bayern Múnich con un equipo destinado, apenas, a molestar. Y lo hizo con elegancia, buen fútbol y un aprovechamiento de la plantilla que haría bueno a casi cualquier director deportivo del planeta. Su gran hándicap es que Madrid no es Leverkusen, pero tampoco sobre eso necesita lecciones. Nadie le va a explicar, precisamente a él, que en la capital del fútbol apenas hay tiempo para levantar cimientos ni espacio para probaturas. El club funciona como una trituradora que ruge implacable en el estadio cuando la pelota no entra, pero mucho más cuando el árbitro señala el final del partido y comienza la liga de las tertulias. En el Madrid no hay que temer tanto el qué dirán como lo que ya se dijo.
Le espera un doble reto al nuevo arquitecto: armar un bloque con un Lego de Swarovski y racionar el uso de las malas caras dentro del vestuario, quizá también fuera de esas cuatro paredes, pues en el Madrid no suele bastar con mantener a raya solo el ego de los futbolistas. El suyo será un equipo coral o no será, entregado en el esfuerzo y capaz de transformarse varias veces en un mismo partido. Y todo esto deberá hacerlo Xabi Alonso con una constelación de guitarristas a los que habrá que convencer de que algunas fiestas no se levantan a base de solos, en ocasiones bastará con ponerle ritmo al himno de las mocitas.
Sobre el papel, lo tiene todo para llevar la nave a buen puerto, incluso en una ciudad sin mar, a veces cruel y desértica en los afectos. Es inteligente, piensa antes de hablar y trae de serie ese punto famélico que empuja las grandes conquistas mientras el personal se infla a donuts. Que nadie espere de él al protagonista de una telenovela ni al tímido patológico que saluda con la mano blanda. El margen de error es ínfimo en la tierra de las grandes gestas, pero cuenta Alonso con una gran ventaja: si al primer empate empiezan los de siempre a pedir que venga Mourinho, podrá Xabi ofrecerles su teléfono y hasta mostrarles el último meme que hayan compartido por WhatsApp.
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