El pasado fin de semana, los negociadores de Estados Unidos e Irán se reunían en Omán, en la cuarta ronda de conversaciones sobre el programa nuclear. Entre ambos lados siguen existiendo grandes discrepancias en cuestiones fundamentales y expectativas distintas; y cada vez queda menos tiempo para conseguir un acuerdo. Aun así, por primera vez en años, hay motivos para el optimismo. La diferencia, en esta ocasión, no es un repentino acercamiento de posturas, sino el reconocimiento por ambas partes de que es preferible la diplomacia a la confrontación.
Aunque Irán insiste en que su programa nuclear tiene fines estrictamente civiles (y los servicios de inteligencia estadounidenses consideran que no está fabricando un arma nuclear), Teherán ha ampliado las actividades de enriquecimiento de uranio desde que, en 2018, Donald Trump ordenó que Estados Unidos se retirase del Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC) de 2015. En la actualidad, Irán está a punto de ser un Estado nuclear, con suficiente uranio enriquecido al 60% para fabricar seis armas nucleares (si se enriquece al 90%) y la capacidad de “conseguir la bomba” en un plazo aproximado de seis meses (aunque para tener un arma totalmente preparada harían falta seguramente entre uno y dos años). Para gran parte de Occidente, esa situación y ese rumbo son inaceptables.
Si no se producen avances diplomáticos antes de finales de junio, Estados Unidos se verá obligado a reactivar las sanciones de la ONU, una medida que destruiría lo que queda de la vía diplomática, empujaría a Irán a abandonar el Tratado de No Proliferación y aumentaría el riesgo de guerra. Trump, en su segundo mandato, quiere un acuerdo integral que sobrepase el alcance del PAIC e incluya limitar el enriquecimiento, acotar el desarrollo de misiles y reducir las acciones de Irán en la región. Pero ese deseo es un espejismo. Irán no va a aceptar el repliegue total de su programa nuclear ni, por supuesto, desmantelar sus alianzas regionales, sobre todo en las pocas semanas que quedan de plazo para reimplantar las sanciones. Teherán tampoco va a renunciar a las labores de enriquecimiento ni a su capacidad de fabricar misiles balísticos, dos elementos que considera fundamentales para la disuasión.
No obstante, incluso con todas estas limitaciones, la vía diplomática sigue abierta. A las dos partes les interesa aceptar un acuerdo más restringido con el fin de evitar un enfrentamiento militar.
A pesar de la furia y la ira de las que hace gala, Trump se ha mostrado reacio a iniciar nuevas guerras. La reciente destitución del consejero de Seguridad Nacional Mike Waltz, cuya postura belicista respecto a Irán estaba en contradicción con las preferencias del presidente, ha sido reveladora. También lo fue el anuncio que hizo Trump el 6 de mayo sobre un alto el fuego con los rebeldes hutíes de Yemen. Él prefiere una solución negociada, igual que sus aliados del Golfo. Y cree que, ahora que Irán está más débil que nunca, es el mejor momento posible para conseguirla. Dado que los intentos de su Gobierno de negociar un alto el fuego entre Rusia y Ucrania están fracasando, Irán le ofrece ahora la mejor —y tal vez única— oportunidad de lograr una victoria diplomática antes de que termine el año.
En un principio, Irán rechazó el diálogo directo, pero los “halcones” acabaron aprobando entablar conversaciones indirectas a través de Omán, con la posibilidad de convertirlas en negociaciones directas si había avances. Este cambio en la postura del régimen indica que Teherán es consciente de que el aislamiento económico y diplomático prolongado tiene unos costes cada vez mayores. El Gobierno iraní opina que es necesario que se levanten las sanciones para tratar de revertir el lento hundimiento de la economía y contener el riesgo de agitación social.
Aunque en Teherán se considera que Trump es un agente hostil, algunos miembros de la clase dirigente creen que su deseo de conseguir “victorias” diplomáticas y su rechazo a emprender nuevas guerras constituyen una oportunidad para tener un respiro sin verse obligados a hacer concesiones importantes. Teherán no controla a los hutíes, pero ha presionado para que se aceptara el acuerdo de alto el fuego con Estados Unidos, con el propósito de aliviar en parte una de las principales preocupaciones estadounidenses —el apoyo de Irán a sus protegidos de la región— y encarar en un ambiente más propicio las negociaciones nucleares.
El principal escollo sigue siendo la capacidad de enriquecimiento de Irán. Teherán ha rechazado la sugerencia del secretario de Estado, Marco Rubio, de que Irán deje de enriquecer el uranio de su programa nuclear civil y, en lugar de ello, lo importe. La República Islámica considera que el enriquecimiento es un derecho soberano innegociable. Sin embargo, está dispuesta a aceptar un acuerdo más reducido, que lo limite, garantice la verificación por parte del Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA) y dé garantías creíbles de que Irán no está fabricando un arma nuclear.
Las últimas declaraciones de la Casa Blanca también han mostrado más flexibilidad. El 4 de mayo, Trump declaró que su principal objetivo es impedir que Irán adquiera armas nucleares, no eliminar su capacidad nuclear con usos civiles. Y el vicepresidente J. D. Vance reiteró el 7 de mayo que Irán “puede tener energía nuclear civil”, pero no un programa de enriquecimiento que sitúe más cerca la capacidad de fabricar armas. Esta distinción —entre el uso civil con límites estrictos y la posibilidad de fabricar el arma— podría sustentar un acuerdo muy concreto, que sirva para mantener abierta la vía diplomática más allá del verano.
Esto no es lo que prefiere Washington. Es conocido el carácter impaciente de Trump, que se mostrará escéptico ante un pacto aparentemente pensado para darle largas. Pero en dos meses y medio no es posible negociar un acuerdo integral entre dos partes que desconfían profundamente una de otra. Después de amenazar con bombardear Irán si fracasan las negociaciones, la única alternativa posible a la confrontación militar es un acuerdo más modesto. Trump siempre se ha mostrado dispuesto a abandonar posiciones maximalistas si, a cambio, puede apuntarse una victoria política.
Si hay avances, Estados Unidos aplazaría la recuperación de las sanciones, ya sea de manera informal, mediante presiones a sus aliados europeos, o tratando de conseguir una nueva resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para prorrogar el plazo. Los aliados de Estados Unidos en Europa, e incluso Rusia y China, podrían apoyar esta medida si se presenta como una forma de evitar la crisis. Así se podría conservar la opción de la reactivación de las sanciones como medida de presión, mantener abierta la vía diplomática y aplazar la necesidad de una escalada inmediata.
Por otra parte, seguiría estando sobre la mesa la opción militar. Estados Unidos ha aumentado el despliegue de activos en la región y ha hecho hincapié en que no descarta el uso de la fuerza. En la zona hay bombarderos B-2 capaces de transportar municiones diseñadas para atravesar objetivos blindados, como las instalaciones de enriquecimiento de Irán en Fordow y Natanz. Esta exhibición es una baza negociadora y, al mismo tiempo, una forma de prepararse para posibles ataques aéreos en caso de que fracasen las negociaciones.
El éxito no está garantizado. Irán puede rechazar las condiciones de Estados Unidos o pasarse de listo y, con la esperanza de obtener más concesiones, tardar demasiado. Trump puede decidir que las concesiones son insuficientes, cambiar de estrategia y recuperar las sanciones o algo peor. Si las negociaciones fracasan y Estados Unidos o Israel atacan las instalaciones nucleares de Irán, Teherán ejercerá represalias contra objetivos militares estadounidenses en la región y desarrollará los usos militares de su programa nuclear.
Sin embargo, a pesar de estos riesgos, la nueva ronda diplomática es la oportunidad más seria de desescalada nuclear desde que fracasó el PAIC hace casi una década.
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