Navegando un día más por lo cotidiano recibes un correo electrónico. Bien, no es el Espíritu Santo, pero propone algo muy equivalente en la religiosidad laica: ir a ver a tu dios en una misa sólo para muy devotos. Eso es lo que les ocurrió hace poco a un par de centenares de personas, que reconocidas por el algoritmo como muy devotas de Travis Scott eran invitadas a un concierto de la estrella norteamericana en un lugar que se definía como “espacio emblemático de Barcelona”. Lo era, pero no de la ciudad, sino de la provincia, ya que a menos que la furia toponímica de Trump haya determinado que Sant Adrià del Besòs sea un barrio de la capital, es una localidad con entidad propia. Por si acaso representantes municipales acudieron al lugar, la antigua térmica Las Tres Chimeneas. Pelillos a la mar, la antigua instalación energética se antojó una catedral que con tres esbeltas torres se erguía en pos del cielo, y a sus pies, en un espacio acotado sólo para fieles, Spotify celebraba la nueva sotana del Barça, con la fundación de Travis Scott Cactus Jack luciendo en el pecho. La música y las creencias siempre han ido de la mano.
El más aventurado podría haber conjeturado que el concierto, así anunciado, tendría lugar en las entrañas de la construcción, visitables durante Manifesta 15, la Bienal nómada que el año pasado instaló uno de sus centros precisamente en aquel mar de oquedades. Pero no, fue en el exterior, bajo un cielo que amenazó lluvia sin consumarla y en un espacio segmentado en función de la pulserita que señalaba las zonas a las que se podía acceder. Y es que en este mundo moderno todo ha evolucionado. Antes había público e invitados, ahora sigue habiendo público pero hay varias clases VIP segmentando aún más la gloria. Como si en el mismo cielo hubiese otros cielos en lo que en función de la bondad del alma se pudiese charlar con el mismísimo Dios, San Pedro y la Virgen, con los santos y Papas o sólo con los demás ex mortales que allí moran (en el infierno la cosa iría de temperaturas de cocción). Así es el mundo, siempre muestra que hay gente que es más importante y la obligación de emularla se convierte en mandamiento.

Eso sí, en este caso todo era gratis, fuese la pulsera del color que fuere. Bien, todo, todo, no. Para ganarte unas bufandas del Barça debías acertar dos veces en tres tiros a unos discos metálicos que junto a los palos de una portería esperaban el chut del concursante. Ni Koeman. Había un espacio para fotos con las chimeneas de fondo que en Instagram seguro que quedan fetén. En otro rincón se exponía una camiseta exclusiva del equipo, con el corte y diseño de las de los primeros años 2.000 y un tintado distinto, más oscuro y con la titulación de Travis Scott. Eso no era gratis, 140 euros que provocaron una cola infinita y la posterior uniformidad casi total en la asistencia que convirtió el espacio en algo parecido a una zona de seguidores antes de un partido. Comida, bebida, alguna fruslería como regalo sin cola y la actuación en un rincón de la pareja Lolo & Sosaku, quienes manipulaban una instrumentación hecha con dispositivos mecánicos y piezas de metal microfonadas provenientes de desguaces industriales. El fin del mundo podría sonar así.
Y a esperar. Los Vips en dos zonas diferenciadas con sendas plataformas elevadas para ver mejor la actuación, los mortales a pasear por la grava que hacía complejo el uso de tacones, algunos había, y con el ánimo dispuesto a disfrutar con un dj que ofreció una sesión de trap y hip-hop nacional e internacional que los allí presentes cantaban demostrando su conocimiento de los textos sagrados. En espera de la caída de la luz diurna y con la maceración a base beats iba creciendo la expectación. Entre la asistencia quien más trabajaba era Jules Koundé, que con una especie de chaleco verde parecía un currante atareado en la firma de lo que le pusiesen por delante. También estaba Thierry Henry, pero para la juventud allí presente era un arcano irreconocible y pasó casi desapercibido. Decenas de influencers, o en su defecto personas que lo parecían, hacían fotos y hablaban con su móvil, mientras que Julieta y Mushkaa fueron alguna de las representantes de la escena urbana local. Tanto ellas como todos los allí presentes podían leer en unos carteles que su imagen era cedida sin compensaciones y podía aparecer en cualquier publicación. Los fotógrafos paseaban cámara en ristre y un dron sobrevolaba la zona obligando a todo el mundo a peinarse, por si acaso.
Y a las 22:05 apareció el dios de los allí presentes, y con camiseta del Barça, claro. Travis Scott en persona. Sólo por estar en el mismo lugar que él, en un concierto selecto para fieles escogidos, todo merecía la pena. Los conciertos, convertidos por la mercadotecnia en acontecimientos sociales que venden entradas con tanta antelación que hay tiempo para cambiar dos veces de pareja, son cada día más la representación del anhelo de estar en el mismo espacio que la estrella y enseñárselo al resto de la comunidad: actos que uno no debe perderse. Menos aún si se trata de una estrella mundial ante un ramillete de personas. Apareció con un dj que tenía su micro mucho más alto de volumen que él, a quien jaleaba con determinación. Su trabajo no fue a más, que ya se limitó a pinchar las bases pregrabadas y a cortarlas cuando era preciso. Era tan fiel el sonido del directo en relación a los discos que la aplicación Shazam identificaba las piezas, cosa que generalmente no puede hacer en interpretaciones en directo.
La actuación fue corta pero intensa. Apenas 20 minutos para pasearse por el repertorio que el tejano viene haciendo en actuaciones como la de ayer, con el regalo añadido del estreno de una canción como despedida. Tal y como es norma en el rapero, el fuego fue elemento central del show, que sin pantallas ofrecía como atractivo la visión de unos fans ataviados como atracadores nocturnos y/o hooligans enardecidos que blandiendo bengalas botaban en un sendos enrejados tras el escenario. La imagen general era ciertamente plástica, con momentos como la interpretación de Fe!n en la que un mar de pantallas de móvil brincaban captando el instante mientras el fuego rodeaba a Travis, sacudido por unos bajos retumbantes que un poco más y derriban al dron. No fue un concierto propiamente dicho, pero la fuerza del artista, el poder de temas exitosos como Sicko Mode, Butterfly Effect o No Babystanders, su perpetua movilidad en escena, como un bailarín espasmódico acalambrado, causaron su efecto y las redes se inundaron con las imágenes del acto, imágenes que por cierto no se permitieron captar a la prensa gráfica.
Ahora sólo queda esperar que la camiseta musical traiga suerte al Barcelona esta misma tarde. Con este tipo de elásticas el equipo ha perdido con Karol G, los Stones y Drake, y ha ganado con Rosalía y Coldplay –como el femenino lo gana todo podría llevar hasta camisetas de Asurancetúrix-. El primer paso ya se dio anoche, una aparición, casi un milagrito para congraciarse con los espíritus y solicitar su benevolencia. El resto esta misma tarde.
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