Hace unas semanas, regresaba a Madrid en tren cuando la formación se detuvo. Pasaron cinco minutos, 15. Los demás pasajeros no parecían preocupados, pero yo soy del Cono Sur, donde sabemos que todo puede fallar. Fui a buscar información. Encontré a tres revisoras. Un problema técnico, dijeron, pero nadie sabía dónde estaba el fallo ni cuándo iba a solucionarse. Volví a mi asiento. Los pasajeros seguían inmutables. Hice una lista: tengo una botella de agua, un sándwich, la batería del celular al 90%. Bien. El tren se puso en marcha 45 minutos después. Final feliz. El 28 de abril, cuando se produjo el apagón en España, yo estaba en Buenos Aires. Leí historias de gente que no podía comprar porque no tenía efectivo, de hogares inutilizados porque todo funcionaba con energía eléctrica, cosas peores. Me sorprendió el asombro de los ciudadanos ante la evidencia de que un corte energético podía acabar con la vida tal como se la conoce. Como mi confianza en el sistema es igual a cero —las energéticas cortan la luz en el verano durante horas o días en Buenos Aires—, en mi casa el refrigerador nunca está repleto y siempre hay agua, linternas, velas, dinero en efectivo. El pavor a que todo falle es algo que compartimos muchos latinoamericanos. El 16 de junio de 2019, hubo un apagón en la Argentina que afectó a más de 50 millones de personas (repercutió en Uruguay y Brasil). El 25 de febrero de 2025, un apagón afectó a ocho millones de hogares en Chile. Hace poco, Ecuador atravesó una etapa de apagones aterradora y están a la espera del próximo. Cuando veía el asombro de los ciudadanos en España recordé la calma de los pasajeros del tren y me dije que estamos en mundos distintos, pero ninguno me parece bueno: ni el de quienes vivimos en desconfianza permanente, ni el de los que se entregan sin reservas a un sistema que se presenta impoluto, ajenos a la idea de que todo puede venirse abajo en cinco segundos.



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