Uno de los problemas más importantes del México actual es la concurrencia de dos modelos de extracción de riqueza a la población. Por una parte, el que con la legitimidad de las elecciones democráticas están llevando a cabo los funcionarios públicos. Un conjunto de personas que, amparados en las posiciones que ocupan, están obteniendo beneficios privados, ya sea mediante la explotación directa o concesión de bienes públicos a sus socios o personeros, o a través de la extorsión para el mantenimiento de actividades o la protección del patrimonio. Prácticamente a diario los distintos medios de comunicación reportan la imposición de gravámenes por las autoridades en forma de investigaciones amañadas, amenazas de reformas normativas, distorsión de asignaciones contractuales o cancelación de licitaciones.

Por otra parte, y también a diario, los medios de comunicación dan a conocer las amplias acciones de las delincuencias organizadas. Como lo noticioso son las muertes, hemos dejado de ver que la violencia que las produce es sólo el aspecto instrumental de la extracción de riqueza por las actividades ilícitas. Dicho de otra manera, que lo que interesa a los delincuentes no son las muertes, las decapitaciones o las desapariciones mismas, sino la obtención de recursos. Que todas esas formas de violencia son sólo los instrumentos mediante los cuales imponen su régimen normativo a sus integrantes y asociados, a la población sobre la que actúan y a las autoridades que se les oponen.

El problema que actualmente se está dando en México tiene que ver con la simultaneidad de esos dos regímenes extractivos. Al mismo tiempo, un amplio número de autoridades públicas de los tres niveles de gobierno están disponiendo del patrimonio público o actuando desde el poder respecto del privado, y los delincuentes están participando y aumentando sus ilícitas actuaciones sobre un mayor número de actividades.

Esta conjunción de extracciones desde el poder público y desde la delincuencia se relacionan entre sí de diversas maneras. Algunas de ellas se realizan de manera autónoma, como cuando se llevan a cabo asignaciones directas o se emiten normas para favorecer a una persona a cambio de la consabida retribución. Algunas otras, sin embargo, se realizan de manera conjunta entre funcionarios y delincuentes, como las designaciones de ciertos jefes de la policía o administradores de puerto o aduana. Pero también existen los casos en los que las delincuencias y las autoridades constituyen una misma unidad de negocio y, por lo mismo, deciden y actúan en armonía.

Lo que me parece que estamos viviendo en estos momentos en México es una situación en la que las maneras de extracción de riqueza están siendo muy complejas y diversificadas. En un caso, porque las autoridades mismas obran en contra del derecho a sabiendas de que el mismo sistema político en el que actúan habrá de generarles la impunidad que requieren. En otro caso, y vinculado con lo anterior, porque han asumido que los delincuentes dejaron de ser sus enemigos y son ahora sus socios o sus jefes. No me refiero a que unos y otros estén realizando los mismos actos violentos, sino a que se están vinculando para imponer nuevas y sofisticadas formas de extracción de riqueza a la población. A una situación en la que las fronteras se difuminan hasta el punto de no saberse quién es el beneficiario de las ilicitudes de la criminalidad o de los servidores públicos.

El problema que se da es que al haber depreciado los sistemas de vigilancia y rendición de cuentas para sí mismos, las autoridades lograron extender sus beneficios para el crimen organizado. Lograron que la impunidad que generaron para sí les esté reportando enormes beneficios a los delincuentes, al punto de que estos hayan adquirido autonomía operativa.

La tragedia de lo que estamos viviendo radica en que la necesidad que tienen las autoridades de mantener e incrementar la debilidad institucional a efecto de no ser perseguidos por sus actos ilícitos, no sólo los beneficia a ellos, sino también y de sobremanera a las delincuencias que actúan en el país. La falta de apoyos a las fiscalías les beneficia porque no hay capacidades ni autonomías necesarias para perseguir seriamente a los funcionarios. Sin embargo, tampoco tienen la posibilidad de perseguir a la criminalidad que se les impone. De la misma manera, desde el poder se ha pensado que el debilitamiento y control de los juzgadores habrá de darle impunidad a los funcionarios, sin reparar en que las condiciones de dependencia con la delincuencia habrá de actuar en contra del sistema en el que actúan y basan su legitimidad tanto política como operativa.

La presencia de tantos servidores públicos en la ilicitud y la presencia tan extendida de las delincuencias en el país ha propiciado una situación de muy difícil salida, pues el combate y el control de las actividades de los segundos pasa por la afectación a los primeros. Para perseguir delincuentes habría que refundar las instituciones de procuración e impartición de justicia. Ello, sin embargo, terminaría por posibilitar las acciones en contra de quienes promovieron las reformas refundacionales. La única salida a esta situación es la creación de un sistema de justicia que, simultáneamente, sea capaz de investigar y perseguir tanto a los propios funcionarios del régimen como a los delincuentes. Viendo las dinámicas del poder, sus vínculos con las delincuencias y las amplias necesidades de impunidad, no hay nada en el horizonte que apunte a esta posibilidad.



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