La presidencia en México es unipersonal. Ese modelo lleva noventa años en vigencia. En tal periodo, ha habido tres formas de organización partidista, sin que el eje se haya cuestionado: el poder reside primordialmente en quien es titular del Ejecutivo.

Tanto en el régimen de la Revolución, que terminó en el año 2000, como en la actualidad, la Presidencia de la República asume, con más o menos discreción, lo inapelable de su liderazgo. En la transición (2000-18), tal imposibilidad se hacía pasar por virtud, no lo era.

Justo es decir que las tres administraciones de las alternancias constituyen un grupo dispar de un modelo de poder fragmentado en el que limitaciones concretas —sistema de equilibrios lejos de madurar como para ser funcional— impiden un balance sobre su viabilidad.

Mientras al PRI le tomó décadas afinar la “dictadura perfecta”, el experimento del poder dividido duró solo 20 años (el tricolor perdió el dominio de la Cámara de Diputados en 1997), y en ese periodo el llamado PRIAN no cuajó un esquema alternativo al autoritarismo.

Y una de las crisis que terminó de sepultar la opción del poder dividido, y alentó la nostalgia por la idea de un régimen de presidencia fuerte, fue un mayúsculo error de política exterior por parte del gobierno de Enrique Peña Nieto: la invitación a México al candidato Donald Trump.

Enrique Peña Nieto ya acusaba un desgaste significativo cuando la elección de 2016 en Estados Unidos se le atravesó. Trump sorprendió al establishment de su país al quedarse con la candidatura republicana y al PRI no se le ocurrió mejor cosa que traerlo. El gabinete, para empezar, colapsó.

Luego, al ganar Trump la Casa Blanca, el equipo de Peña Nieto quiso reivindicar una inexistente clarividencia política señalando que tenían acceso al mercurial personaje. La realidad es que el PRI solo hizo más pronunciada la debacle que derivó en la victoria de AMLO en 2018.

López Obrador tuvo la capacidad de encontrar la manera de cohabitar con un Donald Trump más inexperto que él en política. Y de alguna manera supo entender que la relación con EE UU pasa por “el discreto acomodo a las expectativas del vecino” (Soledad Loaeza dixit).

Siguiendo lo expuesto por Loaeza en A la sombra de la superpotencia. Tres presidentes mexicanos en la Guerra Fría, 1945-1958, en retrospectiva se ve que, además, Andrés Manuel descifró, cómo en su momento el PRI, “la eficacia defensiva del nacionalismo”.

Dicho de otra forma, Peña Nieto se plegó abierta y prematuramente a un Trump que ni siquiera había ganado la presidencia de su país, lo cual molestó a las y los mexicanos, que sabedores de la disparidad de poderío entre las dos naciones prefieren retórica y hasta simulación.

En cualquier caso, Andrés Manuel logró no solo sobrevivir a Trump, sino concesiones al negociar el T-MEC, trato cordial dentro de lo que cabía, y, último pero nada trivial, reactivar un viejo entendimiento de tolerancia, no exenta de sombrerazos, entre Washington y el Zócalo.

AMLO incluso llevó al límite ese espacio de autonomía cuando se hizo el remolón a la hora de felicitar al demócrata Joe Biden en 2020.

¿Fue por cortesía hacia su aliado Trump? ¿O una manera de ampliar su leverage frente a un Biden cuestionado por parte del electorado? ¿Olfateó acaso que una de las democracias más solidas del mundo entraba en una nueva fase, y que regatear respaldo le permitiría abrir su juego?

De lo que hay indicios es de que, a diferencia de los gobiernos de las alternancias, Morena asumió un vector de su relación con la Casa Blanca más propio del siglo XX, más, para decirlo en pocas palabras, a lo “clásicamente” priista.

AMLO se peleó con agencias de seguridad de EEUU, resistió groserías diplomáticas como el rapto del “Mayo” Zambada, pero además de la funcionalidad de la relación, al entregar el poder a Claudia Sheinbaum también le heredó una imagen de soberanía.

El tema, obviamente, es que la versión 2 de Trump tiene poco qué ver con ese que fue el coco de Peña Nieto o con el que descifró López Obrador.

Con un staff que diario le canturrea ímpetus injerencistas, Trump 2 es prácticamente incontenible en su agenda antiinmigrante, y, conforme pasan las semanas, más urgido está de golpes espectaculares, sea contra los cárteles criminales o contra los indocumentados.

Es decir, a escasos cuatro meses de volver a la Casa Blanca, es un presidente en cuya ruta se atraviesa México y sus intereses. En pocas semanas eso fue más evidente que en la que cierra, donde se dieron hechos tan injerencistas como prepotentes.

La crónica periodística descontará que en mayo de 2025 el gobierno de la presidenta Sheinbaum tuvo que lidiar con unilaterales negociaciones de EEUU con el grupo criminal del Chapo Guzmán al tiempo que Trump amenazaba con un impuesto a las remesas.

Lo anterior aderezado con la llegada del nuevo embajador, cuyo palmarés no puede ser más emblemático de las peores prácticas de la diplomacia washingtoniana en, entre otras partes, Centroamérica, y con la filtración de una fotografía de un supuesto operativo de agentes de EEUU en México (esto último ha dado lugar a una polémica pues la presidenta y —oficialmente— la embajada dicen que es falsa la información sobre presencia de oficiales estadounidenses en operativos en suelo mexicano).

Pero si en la agenda de seguridad se puede dar el espacio para una no tan original discrecionalidad mutua, o de verdades a medias, en donde saltaron todas las alertas sobre un dramático cambio en la buena vecindad es en el intento de Trump de gravar las remesas.

Al obradorismo le preocupan tanto el impacto económico que una medida así tendría en las familias más pobres, como el desprestigio político que le acarrearía si se llega a concretar un impuesto que, por lo demás supone una doble tributación y un acto discriminatorio.

Trump y Sheinbaum tendrán que convivir durante cuatro largos años.

El primero parece hoy consciente de que en lo económico necesita a México más de lo que le hubiera gustado reconocer. Eso se ha traducido en una especie de triunfo de la segunda: con “cabeza fría”, habría logrado atemperar el ímpetu arancelario del nuevo presidente.

En el terreno de la seguridad y en la protección de los migrantes las cosas lucen muy distintas. La presidenta está bajo presión para permitir operaciones policiaco-militares en territorio nacional y el convertirse en policía de Trump contra migrantes no ha sido suficiente.

Frente a ese panorama, Sheinbaum ha declarado que México no aceptará nunca tropas o agentes de EE UU en nuestro territorio —de ahí el énfasis con que desmintió a La Jornada, que publicó en primera plana la foto de los supuestos estadounidenses— y de ahí también su llamado a la movilización en contra de gravar remesas.

El recurrir al expediente del nacionalismo implica explotar, de manera orgánica, un temor ancestral de las y los mexicanos al intervencionismo yanqui. A Morena le resulta natural, y hasta idóneo, ese libreto: la duda es si Sheinbaum sabrá desplegar el juego de espejos que implica.

Morena ha sabido reinstalar desde 2018 algunos de los fundamentos del nacionalismo mexicano (David Brading: neoaztequismo, guadalupanismo y el repudio de la Conquista*). El obradorismo ha tonificado la vena patriótica como no se veía en décadas.

Ese componente se traduce, en parte, en la buena imagen de la presidenta, que acumula alta aprobación en las encuestas, pero también puede ser utilizado, y lo más probable es que así será, para galvanizar la centralización del poder en marcha desde 2018.

Aparte de su falta de patriotismo, todos aquellos que creyeron que el regreso de Trump era una buena noticia tenían mal el diagnóstico. La pulsión del régimen será ir por la partitura que en el pasado permitió los menores costos de una difícil convivencia.

Claudia Sheinbaum ha de mostrar a su vecino del norte en las próximas semanas y meses que sigue siendo la interlocutora ideal para el ya citado acomodo de las “expectativas mutuas”. La labor pasa necesariamente por salvar cara en ambos lados de la frontera.

La presidenta apelará a la movilización para subrayar el mensaje de que ella es la única que tiene un respaldo genuino, mismo que le permitiría mantener bajo el control a un país cuya inestabilidad históricamente ha ido en detrimento del interés de Washington.

El quid estriba en si para Trump sigue siendo creíble, luego de todo lo que extraigan de los Chapitos, que Sheinbaum le entregará lo que él requiere para dar por cumplida la promesa de campaña de que el fentanilo y el narcotráfico en general serían erradicados.

Las concesiones que hacia el exterior haga la presidenta no pueden ir en detrimento de su imagen patriótica. Encontrar ese balance es la más dura prueba para Sheinbaum. Cómo defender a México al negociar cosas que la harían parecer como que lo está entregando.

Quizá lo de La Jornada fue parte de esa búsqueda: dentro del obradorismo unos y otros querrían definir cómo responder a Trump.

Pero para hacerse más esencial y creíble frente a EEUU, la presidenta apostará por más concentración del poder, tanto dentro de su movimiento, como dentro del gobierno.

Porque como cualquier presidente del pasado priista, la actual mandataria quiere que, además de México, perviva el régimen que ella prometió ayudar a instalar y cuya continuidad es una de sus prioridades.

Sheinbaum está en su hora americana. Como otros ocupantes de Palacio antes que ella, enfrenta un reto personal, que terminará marcando a su movimiento y al país. Un reto inescapable. Ojalá que sea con los menores costos.



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