Si usted elige la ensalada sofisticada antes que el pollo frito franquiciado, si prefiere vivir en cierto barrio antes que en otro, si lleva una americana casual en lugar de una chaqueta de chándal, se diría que es cuestión de gustos. No hay discusión sobre gustos: para gustos hay colores. Pero la cosa no es tan sencilla: sus gustos no son personales, o voluntarios, o arbitrarios, sino que vienen fuertemente determinados por su clase social: el entorno en el que se ha formado como persona. “Los ricos no juegan al golf porque les guste”, ejemplifica el profesor Luis Enrique Alonso, de la Universidad Complutense de Madrid. Juegan al golf porque jugar al golf es de ricos.

Fue la propuesta que hizo el sociólogo francés Pierre Bourdieu (Denguin, 1930-París, 2002) en el que tal vez sea su libro más célebre: La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979). Ahí expone que cada clase social tiene un habitus, es decir, una forma de pensar, un estilo de vida, unos gustos culturales, y que por ese habitus nos definimos frente a los otros, se perpetúan las diferencias de clase y las dinámicas de dominación social. Como veremos, las teorías de Bourdieu (que también ahondaron en las relaciones entre los diferentes capitales: el económico, pero también el social o el cultural) pueden ser matizadas y cuestionadas en un mundo que ha experimentado cambios radicales, como la digitalización y la globalización. “Pero La distinción es inapelable, nos mira como nos miran los clásicos, y en Francia sigue siendo un monumento de la sociología”, explica Alonso.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu, retratado el 20 de febrero de 1989.

La obra de Bourdieu es estudiada en un instituto francés en el que un profesor novato trata de hacer notar esas sutilezas de la desigualdad a un grupo de alumnos variopinto y, en principio, no muy receptivo. Pero, poco a poco, observando a sus familias, a los ambientes en los que se relacionan, a las diferencias entre unos y otros, los alumnos acaban detectando en su vida cotidiana algunas de las observaciones del sociólogo. No es lo mismo provenir de una familia obrera sin demasiado interés por la cultura refinada o el interiorismo moderno que ser la hija de un esteta adinerado que asiste a la ópera y desprecia la música popular. La distinción funciona así como una forma de dominación simbólica.

La historia de ese instituto es la que cuenta la autora francesa Tiphaine Rivière, de 42 años, en su obra La distinción (Garbuix Books), una divulgación narrativa, en cómic y para todos los públicos del tocho sociológico de 700 páginas en lenguaje académico. “Pensé que era importante hacer accesible a Bourdieu, tiene un gran potencial emancipador precisamente para las clases sociales que no podrán leer un libro largo en un lenguaje complejo”, explica la autora.

Una página del cómic 'La distinción' (Garbuix books), de Tiphaine Rivière.

La meritocracia, afirma La distinción y recalca Rivière, es una ficción útil para hacer creer que los privilegios de la clase dominante se deben realmente a su mérito. Y que cualquiera puede llegar lejos si se esfuerza lo suficiente. Bourdieu demuestra que no es así y que en los estudios solo validamos las competencias adquiridas afuera y consolidamos las desigualdades. “Por supuesto, hay personas que han cambiado de clase social y han logrado utilizar la escuela como ascensor social. Pero, estadísticamente, las clases se reproducen masivamente y la escuela no cambia nada”, señala la autora. “La escuela consiste, según Bourdieu, en convencer a las clases medias y populares de que efectivamente son inferiores a las clases dominantes”, añade.

Rivière, como los protagonistas de su cómic, experimentó las teorías de Bourdieu en carne propia. Después de alcanzar el éxito con su primera obra (Maldita tesis, Grijalbo, 2016, sobre los desvelos de la vida académica) los periodistas no paraban de hacer notar, como un gran mérito, que Rivière era autodidacta, una persona que, saliendo de la nada, había conseguido un best seller. “Eso me enorgullecía, pero me di cuenta de que, paralelamente a esta historia de éxito, había otra más real: crecí en un entorno muy acomodado”, explica.

La escritora Tiphaine Rivière, en una fotografía cedida por la editorial Garbuix Books.

Escuelas privadas, clases particulares de piano, tenis y equitación, estudios de Literatura. Sus padres le pagaron su apartamento hasta los 30 años y tuvo libertad para explorar y probar muchas disciplinas. “Obviamente, en algún momento logré encontrar un campo de competencia. Si hubiera nacido en otro lugar nunca habría tenido el espacio para probar el cómic ni los recursos para aprender a dibujar”, dice la autora, que también se dio cuenta de que las historias de éxito que veía en los medios nunca explicitaban el origen de las personas cuando eran ricas. Que parecía que todo era cuestión de cualidades personales y fuerza de voluntad. Por eso leer a Bourdieu le resultó revelador.

“El libro fue un revulsivo por la manera en la que se centraba en la sociología del consumo, la estratificación social por los estilos de vida… Rompe la idea de una estructura social solo fundamentada en el capital económico, teniendo en cuenta también los gustos culturales y la construcción del habitus que media entre lo individual y lo colectivo”, dice Alonso. El formato cómic que utiliza Rivière es muy útil para dar una idea rápida e intuitiva del habitus de cada clase (sus gestos, sus ropas, sus domicilios, su estilo) sin necesidad de invertir decenas de páginas en descripciones. Y también para lograr empatizar con los personajes, los alumnos de ese instituto tan diverso y sus familias. El texto original también tuvo sus críticas en la época: le acusaron de determinismo, de reduccionismo, de dominacionismo, de localismo, de funcionalismo… “Según sus críticos, Bourdieu tenía unas categorías demasiado rígidas, descuidaba la cultura popular y estaba demasiado enfocado en la dominación de unas clases altas contra la que nada se podía hacer, en esa fascinación por la cultura burguesa”, cuenta Alonso.

Las ideas de Bourdieu, volviendo al principio, merecen un repaso porque el mundo ha cambiado mucho. Por ejemplo, internet ha democratizado el acceso a muchos materiales culturales antes restringidos, mientras que se han dado fenómenos como el omnivorismo cultural (según el concepto de Richard Peterson): entre las clases altas se pica de todo. Hoy es compatible ir a ver cine iraní a una filmoteca con disfrutar de realitys de seducción en la tele (aunque sea de manera irónica), ser un experto en free jazz y flipar con Aitana. Algunos artistas ricos quieren parecer malotes de barrio, y muchos chavales de barrios llevan marcas de ricos (aunque sea de imitación). De hecho, esa forma de surfear entre la alta y baja cultura propia de la posmodernidad también puede ser visto como algo distinguido. “Hoy todo parece más fluido”, dice Rivière, “la cultura popular está en todas partes, y la mayoría de los jóvenes usan sudaderas con capucha y zapatillas, independientemente de su clase social. Y, sin embargo, creo que el sistema de dominación no ha cambiado profundamente”.



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