Por si todavía albergaba alguna duda, tras la tomadura de pelo orquestada por Vladímir Putin en Turquía, Donald Trump ya puede responderse a la pregunta que él mismo se formulaba hace unas semanas sobre quién estaba a favor de la paz o de la guerra en Ucrania. La burla de Putin —anunciando treguas mínimas que nunca ha cumplido, rechazando la propuesta ucraniano-europea de alto el fuego durante treinta días a partir del 12 de mayo y ofreciendo una negociación directa a Kiev— ha rematado con su incomparecencia en Estambul. El envío de una delegación de segundo nivel, sin capacidad real para negociar, hacía presagiar que la reunión de ambas delegaciones, con intermediación turca, sería inevitablemente un fiasco. Una delegación que se ha limitado a plantear como condición previa para seguir adelante la retirada ucrania de los cuatro oblasts que Rusia se anexionó en 2022 (nunca ha logrado controlarlos militarmente en su totalidad) y a amenazar con la conquista de otras regiones. No sorprende, por tanto, que, salvo un nuevo intercambio de prisioneros, no haya salido nada positivo del encuentro en el palacio de Dolmabahce.

Ante la clara constatación de que Putin considera que el tiempo corre a su favor y, en consecuencia, no necesita cambiar su rumbo belicista, queda por preguntarse qué factores podrían obligarle a adoptar una actitud más proclive a un acuerdo. El primero de ellos nos lleva al campo de batalla, entendiendo que si Ucrania pudiera pasar a la ofensiva, recuperando terreno e infligiendo un coste humano y económico insoportable para Moscú, seguramente Putin no tendría más remedio que sentarse a negociar en serio. Pero esa posibilidad está fuera de la realidad en la medida en que lo máximo que puede hacer Kiev, con sus limitados recursos humanos, militares y económicos, es resistir a duras penas la embestida rusa. Más aún si se tiene en cuenta que Washington y el resto de sus aliados parecen haber tocado techo en su nivel de implicación en el conflicto.

Otro factor a considerar sería una movilización general de la sociedad rusa, derivada del malestar que la guerra está causando tanto en vidas humanas como en deterioro de sus condiciones de vida ante la transformación de la economía nacional para alimentar la guerra. Pero, tras 25 años en el poder, la impresión general es que Putin dispone de un amplio margen de maniobra para gestionar las tensiones que algo así pueda producir, tras haber eliminado a la oposición política, a los medios de comunicación y a la sociedad civil organizada.

En tercer lugar, cabría pensar en que la Unión Europea y otros aliados se decidieran a emplear todos los recursos que tengan en sus manos para castigar a Rusia hasta el punto en el que su apuesta belicista resulte intolerable. El problema, más allá de la falta de voluntad política, es que tras haber aprobado recientemente la decimoséptima ronda de sanciones contra Moscú, ya no les quedan muchas palancas más que mover. Salvo que se decidan a poner en manos de Kiev los fondos rusos congelados (estimados en más de 200.000 millones de dólares). Algo que tampoco parece realista hoy.

Por último, se podría pensar en que Trump cambie radicalmente de postura, rompiendo el alineamiento que hasta ahora mantiene con Putin. Se quiera o no, en sus manos está en gran medida el futuro de Ucrania, dependiendo de si se inclina por seguir cortejando a Moscú con la esperanza de distanciarlo de Pekín o por entender que a EE UU también le interesa anclar a Ucrania en una Europa que se sienta segura como aliada. Pronto saldremos de dudas.



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