Quede registrada la fecha, a base de cincos: 25-5-2025. Después de algún que otro intento fallido, olvidado ya aquello torcido de Málaga y la Davis en noviembre, borrón ya pasado, Francia, París y Roland Garros sí responden a la dimensión de un deportista legendario que hoy ríe, rememora, agradece, se emociona y, ahora sí, ya no hay marcha atrás, cierra definitivamente el círculo. Merci. Sin excesos, artificios ni barroquismos, entre ese equilibrio con tanto gusto de lo francés, Rafael Nadal recibe el último baño de masas en la que fue, es y será su guarida histórica del Bois de Boulogne, donde circulan a una velocidad de vértigo los sentimientos y prevalece lo que se pretendía. Sencillo, directo, certero. Dardo al corazón y en familia: tenis, solo tenis.
Es el día del cosquilleo en el estómago, del recordar, de que no haya fallo alguno en el engranaje diseñado desde hace meses por la organización. De ahí que a primera hora del día, Andrea y Lisa ya estén despachando brazaletes sin parar a los periodistas, que van empapándose de lo que se respira dentro y fuera, entre bastidores y por los pasillos cada vez más abarrotados del complejo. Afortunados aquellos que compraron a ciegas la entrada para la sesión diurna. Día grande el de hoy. A guardar. “Sin duda, esto es especial”, dice la primera de ellas. “Merci Rafa”, luce en el pectoral izquierdo la gente que viene y va, ataviada con una camiseta de color terroso que, cuenta Éloise, están repartiendo “dentro, en la Philippe Chatrier”.
Y así es. Desde hace mucho, sorteado el recelo inicial de la vecindad, Nadal fue adoptado por el público como un parisino más y enseguida, conforme Lorenzo Musetti ha resuelto su partido, el tercero, se forma la coreografía, el griterío, el cántico de guerra: ¡Ra-fa, Ra-fa, Ra-fa! Suenan los Bee Gees, golpes de cintura con el Stayin’ Alive, y poco después de la seis de la tarde irrumpe con paso ligero él, de negro riguroso y beso al infinito, previa presentación de la célebre voz de Marc Maury, el ritual: 2005, 2006, 2007, 2008, 2010, 2011, 2012… y así hasta recontar los 14. Luce la cifra en lo alto de la tribuna Jean Borotra y se dispara al aplausómetro, manos rojizas y tres interminables minutos de emoción y lágrimas.

“Disfruté, gané, perdí, sufrí. He vivido muchas cosas en esta pista”, se expresa en francés, mientras por los ojos de los presentes pasa un pedacito de la vida. Son 20 años, el crecer, el envejecer, el cambiar. “Una historia increíble”. De repente, todo el mundo se hace un poquito mayor. Lee Nadal con timidez y se dirige en inglés y luego en español, ya más suelto. Se acuerda de los suyos, de su equipo, de los que le acompañaron, mientras su hijo Rafael aplaude desde el fondo y va emocionándose conforme recuerda a sus abuelos y a su tío Toni: “Eres la razón por la que estoy aquí. Gracias por haberme dedicado una parte de tu vida, también por haberme llevado al límite. Lo que hemos vivido no siempre ha sido fácil, pero sin ninguna duda ha valido la pena”.
La placa del guerrero
“Ninguno de los dos somos de expresar nuestras emociones, pero quiero que sepas que siento una gratitud infinita por todo lo que has sacrificado por mí. Eres el mejor entrenador que habría soñado tener. Sin ti nada de esto hubiera sido posible”, transmite. Habla sobre respeto, sobre valores y educación. El origen de todo. Despistado, porque así lo era y así lo es, ha perdido la hoja en la que agradecía a su esposa y a sus padres, pero improvisa y fluye. Los violines, el viento y la percusión de Hans Zimmer recuperan la épica y ahí, en ese instante, el tipo duro, el campeón de acero, el espíritu inquebrantable del chico mallorquín, se rompe: “Merci La France, Merci Paris”. Asoman cifras: 22 grandes, 1.080 victorias, 209 semanas en lo más alto. Y para eso están los amigos, así que van a su encuentro Novak Djokovic, Andy Murray y Roger Federer.

Francia y la solemnidad. Por ahí no fallan. Observa y aprende Carlos Alcaraz, seguramente soñando despierto el murciano: ¿Y si algún día…? Quién sabe. Buen estímulo ahí delante, sin duda. Nadie llegó más lejos que ellos en términos de superación. Pelos de punta y todo el mundo en pie. Más y más fotogramas en las memorias, reviviendo al terremoto de la melena, al dominador veinteañero, el último resurgir del treintañero. “Son muchas batallas, mucho estrés, pero cuando terminas tu carrera todo es muy distinto”, les dedica a los tres, formación en línea. “Les mostramos al mundo que se puede luchar al máximo y a la vez ser buenos compañeros. El tenis es un deporte, pero nosotros sentimos algo más”, continúa.
Derrama la leyenda lágrimas cuando el cepillo descubre a un costado de la red la placa: Rafa Nadal. Esta pista es suya, así lo confirman las huellas, siempre profundas. Aquí llegó él, 2005. Venció y apabulló. Lo decía Andre Agassi: “Si el rival le veía en el cuadro, lo mejor que podía hacer es comprar de inmediato el billete de vuelta a casa”. Un dominio nunca visto en su deporte, quizá pocos tan absolutos en otras disciplinas. “Es un guerrero, una inspiración por su mentalidad y su ética de trabajo”, decía antes Musetti. Y ahí va esa última vuelta, ya reconocido, saludando a las cuatro gradas y marchándose de buena manera, qué mejor quizá: con su hijo al brazo. Algún día lo sabrá: Nadal, un competidor genuino, admirado, especial. Único aquí.
Su imborrable pisada en París.
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