La batalla espiritual en la conquista de América fue tan importante como la campaña militar. La evangelización de los indígenas permitía integrar y poblar zonas alejadas, como las conflictivas fronteras entre los dominios españoles y portugueses. Allí, en el extremo este del Virreinato del Perú, los jesuitas emprendieron una carrera a finales del siglo XVII para implantar su modelo misional. En el camino perecieron muchos religiosos, víctimas de las tribus rebeldes o del clima agreste, una transición entre la selva subtropical y el bosque seco del Chaco. El sacrificio resultó en lo que los historiadores llaman un ejemplo de vida en comunidad, con una organización social y económica diferente al resto de la colonia, donde el indígena gozaba de beneficios. La influencia fue tanta que la expulsión de la orden en 1767 no impidió que sus sociedades conservaran gran parte de su estilo de vida hasta hoy.
Donde más ha pervivido la herencia de las misiones es en el actual oriente boliviano, en las tierras bajas. Y lo que más sobrevive es el cabildo —lugar de toma de decisiones entre pueblo y autoridades indígenas y eclesiásticas—; las monumentales iglesias de piedra; y la omnipresente presencia de la música barroca, cultivada por los jesuitas como forma de alabanza. Todo eso se retrata en el libro fotográfico Custodios invisibles, de Mariana Balcázar, cuyas fotos se exponen en la Fundación Patiño de Cochabamba (Bolivia). Su trabajo evidencia cómo la música habita en las calles de estas comunidades, desde orquestas sinfónicas hasta luthiers, pasando por festivales especializados y escuelas públicas de música. “Los jesuitas sembraron semillas que han florecido hasta hoy. He visto cómo se ha entrelazado la ascendencia ancestral con la europea, a través de la escultura, la arquitectura y la música”, cuenta la fotógrafa.
Balcázar delimitó su trabajo a las misiones que se establecieron en Mojos y Chiquitos, ambas provincias que deben su nombre a las etnias que habitan esas zonas. La primera está ubicada en el departamento del Beni. Es una región formada por gigantescas sabanas y llanos verdes que se inundan estacionalmente, donde, entre 1682 y 1744, se llegaron a fundar 26 pueblos. En su esplendor, en el siglo XVIII, llegó a tener 31.000 convertidos. Las de Chiquitos, Patrimonio de la Humanidad desde 1990, se crearon en 1691, entre los bosques tropicales de esta provincia, al este del departamento de Santa Cruz. Se levantaron 10 reducciones que tuvieron hasta 24.000 habitantes.

Las misiones del Paraguay fueron de mayor tamaño, más antiguas (1584) y con mayor población, hasta 100.000 en su auge, según documentos coloniales. No obstante, su posición estratégica las convirtió en blanco de constantes disputas entre España y Portugal, por lo que no pudo perdurar el nivel de armonía que se logró en la actual Bolivia. Lo que queda son, más bien, ruinas, también patrimonio de la Unesco. “A diferencia de las misiones del Paraguay, las de Mojos y Chiquitos se formaron en un contexto de aislamiento, por su lejanía y difícil acceso. Es el primer punto para considerar su autonomía política, social y religiosa”, explica el historiador y teólogo Roberto Tomichá, director del Instituto Latinoamericano de Misionología de la Universidad Católica Boliviana.
El Estado que conformaron las reducciones jesuíticas durante sus primeros 50 años tenía “muchos puntos comunes con la idea de república ideal de Platón”, escriben los historiadores José de Mesa y Teresa Gisbert en su Historia de Bolivia. A cada cabeza de familia se le entregaba una parte de tierra destinada al cultivo, cuyo producto era distribuido por los misioneres entre los pobladores, sacerdotes y artesanos, según sus necesidades. Los religiosos introdujeron además el ganado vacuno en la vasta pampa, actividad que desde entonces representa el principal ingreso económico del oriente de Bolivia, abasteciendo a todo el país de carne de res. Además, los caciques indígenas cogobernaban con los curas, y los nativos estaban libres de la mita (trabajo semiesclavizado en la mina) y la encomienda (entrega de indios a los conquistadores).
“¿Cómo se logra eso? Con la estrategia de inmiscuirse en la comunidad, de aprender su lengua, convivir con ellos, asumir sus instituciones y su forma de vida”, apunta Tomichá, oriundo de la capital de Santa Cruz pero de padres chiquitanos. Aclara que también hubo interés de los nativos en aceptar una nueva vida, ya que iban a estar protegidos de los bandeirantes. Estos eran expedicionarios portugueses que capturaban indígenas para esclavizarlos en los ingenios. Los jesuitas también prohibieron el ingreso de cualquier hombre blanco, a excepción de ellos.
Junto al modelo de desarrollo basado en la comunización de bienes y el autoabastecimiento, los naturales desarrollaron una sofisticada técnica en artes y oficios. Perfeccionaron la fundición de cañones, así como la construcción de relojes, “a imitación de los europeos, con igual precisión y arte que estos”, como se lee en Historia de Bolivia. De entre todas estas prácticas, las que alcanzaron una mayor trascendencia y que aún perduran fueron el levantamiento de iglesias —con diseños interiores que fusionan elementos autóctonos con otros occidentales, en lo que Balcázar llama “barroco tropical”— y la práctica musical. Respecto a esta última, se diseñaban y manufacturaban trompetas, órganos y violines. “Antes de aprender español, sabían escribir música”, dice Balcázar.

La implicación de los originarios con la música fue tanta que, después de la expulsión de la Compañía de Jesús, fueron ellos mismos quienes guardaron las partituras. La exposición fotográfica recupera las composiciones que se encontraron del italiano Domenico Zipoli en 1972, el músico europeo más importante que visitó América, en las iglesias Santa Ana y San Rafael (Chiquitos). Los documentos fueron uno de los 5.000 hallados durante las restauraciones que dirigió el arquitecto suizo Hans Roth. “La música es como una biblia para ellos; en ella estaba presente la divinidad que los cuidaba. Es un texto de invocación”, explica Tomichá.
“A pesar de todas las transformaciones que trae el tiempo, las iglesias se han mantenido como símbolo de identidad de los pueblos misionales. Es un espacio donde lo religioso se une con lo social, lo político y ahora hasta lo ambiental”, continúa el cura cruceño. En algunas provincias de Chiquitos, como San Francisco o Concepción, el cabildo todavía se erige, como en tiempos de la colonia, al lado del monumental templo de piedra.
El reciente rescate e inscripción, el año pasado, en el programa Memoria del Mundo (Unesco) de la colección sobre Mojos y Chiquitos (1758-1888) del historiador Gabriel René Moreno ayudó a dilucidar qué pasó con estas utópicas comunidades después de la expulsión de los jesuitas. En estos informes, correspondencias, censos y expedientes se describe que las comunidades quedaron a cargo de la diócesis de Santa Cruz, cuyos integrantes intentaron emular el sistema misional hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando fueron dispersadas y llevadas al borde de la desaparición por la fiebre del caucho. La llegada de los franciscanos a principios del siglo pasado implicó una nueva fuerza para levantar lo que sus antepasados lograron: el triunfo de la cruz sobre la espada.
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