“Soy el lienzo en el que las mujeres dibujan sus sueños”, decía de sí Rodolfo Valentino, conquistador hipnótico nacido en la Lucania que el Giro atraviesa sin aliento y con los ojos abiertos hasta Matera, las piedras en las que los monjes medievales pintaron sus frescos soñados, didácticos, el asfalto en el que el siglo XXI Mads Pedersen estampa como un rayo su maglia rosa, tan veloz, tan luminoso.
Tercera victoria de etapa para el danés, bólido macizo en estado de gracia, que bulle tanto en las guerras de guerrillas como en las batallas abiertas en grandes campos. Los grandes favoritos, o sea, Primoz Roglic, hacen guiños a los aficionados, se asoman y presumen, luego frenan. Piensan en lo que falta, en los Abruzos salvajes del viernes, en los caminos de tierra de Siena y el martirio de la ascensión a la plaza del Campo por la vía empinada de Santa Catalina. Piensan en futuros que Pedersen, el hombre veloz que todo lo puede, y hasta devora bulímico repechos, convierte en presentes ya.
La tierra pobre de la que huyen a Hollywood los genios que en sus genes aún portan la herencia magnífica de la Magna Grecia y el Jónico, el Metaponto de Pitágoras, Policoro… —y también pasó el Giro, su quinta etapa, por Bernalda, el pueblo de los Coppola fantasiosos— inspira movimientos de fantasía, soñadores, a los UAE de Ayuso, que, comandados por el infatigable Jay Vine, australiano resucitado, el mismo que se rompió varias vértebras en la caída homérica de la Itzulia del 24, rompen el ritmo regular de Verona para Pedersen en el muro de Montescaglioso, a 25 de meta, una recta y una curva, la boca seca, el corazón a mil. Primera guerrilla, primera demostración de la capacidad del campeón del mundo del 19 para transmutarse gestionando sus fortalezas.
Primera exhibición, también, de su lugarteniente de blanco, el joven checo Mathias Vacek, un coloso de 1,88m y 75 kilos, que sube ágil, corta el viento fuerte, contrarrelojea, y a 2.500 metros de la meta, repecho del 10%, deja en nada los chispazos de Roglic, que se retira avergonzado como el tenor tras un gallo. Vacek, de 22 años, campeón del futuro cercano, no abandona entonces la punta del pelotón, que comanda a toda velocidad, sino que, humildemente, tan temeroso casi como los campesinos que bajan la cabeza en la cueva de Matera ante el fresco del pecado original, llegado el momento, mira atrás y espera el retorno del jefe.
Es la segunda de las tres exhibiciones de Pedersen, el danés loco que la goza, y hace gozar, en las clásicas del norte tanto como en las colinas de Niza. La aceleración de Roglic que ha descolocado a Juan Ayuso y secado a Isaac del Toro, puntales de la pose imperial del UAE en la humilde Matera, a él le deja sin aliento, a cola de un grupo de 40. Pese a ello no se deja abatir. Lava el lactato en nada, lo metaboliza en glucógeno, acelera como impelido por un turbo, y en nada, en poco más de un kilómetro de curvas y revueltas entre un pelotón que parece paralizado ante su hiperactividad, vuelve a estar a la rueda del increíble Vacek.
Y en los últimos metros, los dos imprimen en el asfalto su obra maestra, su sueño. La tercera exhibición es conjunta. Vacek lanza, Pedersen ataca. Nadie remonta, ni el fantástico Zambanini pegado a las vallas ni el agilísimo Pidcock. Gana. Boquiabiertos todos aplauden.
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