Carlo Ancelotti abandonará por segunda vez el banquillo del Real Madrid como ya lo hizo la primera: enarcando una ceja con forma de sonrisa mientras la otra se mantiene firme, plana, el único síntoma visible de lo que podría ser una úlcera. Así se van los grandes nombres del Real Madrid desde que alguien acuñase esa leyenda, a veces tramposilla, de que nadie está por encima del club: con la cabeza alta, el currículo lustroso y el alma hecha un siete. No lo han echado, por supuesto que no. Tan solo han decidido que su etapa había terminado, como esas empresas que te enseñan la puerta de salida con una taza de recuerdo y la estructura típica del desamor: “No eres tú, soy yo”.
Hay un poso en sus palabras que intenta alejar cualquier atisbo de dolor, quizás por su condición de ser humano, puede que por su instinto de perfecto caballero. Porque Ancelotti no sale por la puerta de atrás, pero tampoco le han abierto la principal, siempre pendiente el Madrid de su propio tendido del siete, ese que obliga a recortar honores en el adiós incluso a las leyendas que deberían tener (en régimen de multipropiedad) las llaves de la plaza. A Carletto lo han acompañado hasta la acera del Santiago Bernabéu, más amplia y urbanita después de la última remodelación del estadio, y le han dado una palmadita en la espalda que él ha agradecido con una rueda de prensa limpia, sin reproches. Porque del Real Madrid nunca sabes a ciencia cierta cuándo te vas, pero tampoco cuándo podrías volver. Lo sabe el propio Ancelotti, como en su día lo supo Zidane.
En Concha Espina, los entrenadores no se jubilan: se reciclan. Se apartan a un lado, como esos papiros que tus primos han traído de su último viaje a Egipto y que nunca tiras porque sabes que las modas siempre vuelven y está mal deshacerse de los recuerdos bonitos. La vida sigue, especialmente en el club blanco, siempre pendiente de la cuenta de resultados para establecer sus afectos inmediatos. Pronto empezarán los murmullos a fermentar su nueva discursiva y pese a su reciente renovación, Ancelotti se va porque, dirán, su momento había pasado. Toca apuntarse a los nuevos tiempos. A los entrenadores en vaqueros que hablan alemán, al aire fresco, a ese nivel de exigencia que, al parecer, ya no representaba un Carlo Ancelotti que lo ha ganado todo sin que nadie sepa decir, exactamente, cómo. Si hay algo que me fascina profundamente del Real Madrid es esa sensación de que las decisiones siempre se toman solas.
Nunca es una opción aceptar que el Madrid pierde porque los otros ganan. El pasado domingo perdieron Ancelotti, Lucas Vázquez, las bajas en defensa, un chico de la cantera que desperdició una ocasión de gol y Rodrygo Goes, que ni siquiera compareció en el partido. Los rivales, en este caso el Barça de Flick y Lamine Yamal, casi nunca tienen vela en un entierro que anuncia autobuses en los lugares de costumbre y se olvida de todo lo demás. El de Reggiolo se marcha como la primera víctima de una mala temporada que, hasta la eliminación contra el Arsenal y las derrotas en Sevilla y Montjuïc, podía ser histórica: la mejor en la larga historia del club más laureado del planeta.
Por eso cuesta pensar en Ancelotti como culpable y por eso nadie se atreve a descartar que un día, si las cosas no salen como se planean, pueda regresar a casa: en el Real todo es posible, menos irse tranquilo.
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