“¡Vamos, Bibi, vamos!”. Un grupo de personas envueltas en banderas israelíes jaleaban el pasado domingo el paso de camiones militares en Sderot, en el sur de Israel, coreando el diminutivo de Benjamín Netanyahu, el primer ministro israelí que más tiempo ha permanecido en su cargo y que ahora lidera el Gobierno más derechista de la historia del país. Estaban allí para increpar a unos 300 manifestantes que, al otro lado de la carretera, forcejeaban con policías y militares para acercarse a la frontera con Gaza. Protestaban por la nueva invasión de la Franja desatada la víspera. La policía se lo impidió a empujones y detuvo a 10 de ellos.

Poco antes, en la explanada frente a la estación de tren de Sderot, dos mujeres habían llamado “traidores” a los manifestantes, mientras los aviones de guerra rompían el aire y la tierra temblaba. Uno tras otro, los bombazos recordaban que ese lugar tan anodino está a solo tres kilómetros del infierno que transcurre en Gaza. En 19 meses de guerra, los ataques israelíes han matado allí a más de 53.900 personas, según las autoridades de la Franja.

Detras de esa valla a la que los pacifistas no pudieron acercarse, han muerto casi 17.000 niños. Más de 900 tenían menos de un año. Puede que otros 14.000 tampoco lleguen a adultos si, en los próximos 10 meses, según ha alertado Naciones Unidas, Israel no aumenta la magra ayuda humanitaria —“una gota de agua en un océano de necesidad”, la ha definido la ONU— que Netanyahu ha autorizado esta semana para no perder el apoyo de Estados Unidos. Mientras, la aún relativa presión internacional está pasando de las tibias condenas a anuncios concretos como el de la revisión por parte de la Unión Europea de su acuerdo de asociación con Israel.

Los manifestantes de la protesta de Sderot del día 18 sostenían fotos de los niños muertos en ataques israelíes en Gaza.

Netanyahu ha hecho suya —en parte por convicción y en parte para mantener los apoyos necesarios para seguir en el poder— la agenda en Gaza de sus aliados de la extrema derecha nacionalista israelí. Esa visión, cuya aplicación avanza a un ritmo acelerado, tiene como puntos centrales el establecimiento de asentamientos y la limpieza étnica de la población de la Franja. También la conquista y anexión de su territorio, el objetivo declarado de la operación militar Carros de Gedeón, contra la que protestaban los pacifistas en Sderot. En febrero, el presidente de EE UU, Donald Trump, dio un espaldarazo al viejo sueño histórico de la ultraderecha religiosa de expulsar a los palestinos de su tierra al anunciar un plan inmobiliario para el territorio invadido al que bautizó como la “Riviera de Oriente Próximo”.

Más importante aún para los socios ultras de Netanyahu, que dan voz al movimiento radical de colonos israelíes, es apoderarse de Cisjordania, la Judea y Samaria bíblicas, que consideran el corazón de la tierra de Israel que creen prometida por Dios a los judíos.

La frontera de Gaza que Israel cerró a la entrada de comida, alimentos y medicinas el 2 de marzo —empujando a 2,1 millones de palestinos al borde de la hambruna— no está vetada para todos los civiles israelíes. En noviembre de 2024, Daniella Weiss, la líder de la organización radical de colonos Nachala (Herencia en hebreo) —una de las que construyen asentamientos judíos en la ocupada Cisjordania— se paseó entre las ruinas de Gaza en un coche del ejército israelí. Quería ojear terrenos para el retorno de las colonías que el Gobierno de Ariel Sharon ordenó desalojar en 2005.

La alfombra roja desplegada ante esta colona, en contraste con la violencia policial durante la casi anecdótica protesta de pacifistas contra la guerra, sirve como metáfora del cambio fundamental en el mapa político de Israel que representó la llegada al Gobierno, de la mano de Netanyahu, en diciembre de 2022 de tres partidos de la extrema derecha nacionalista mesiánica que representan a colonos como Weiss: Noam, Poder Judío y Sionismo Religioso.

Esas formaciones son minoritarias, pero “se han apoderado del Gobierno” porque “Netanyahu los necesitaba para recuperar el poder en 2022″ y ahora precisa de su apoyo para mantenerlo, asegura Mairav Zonszein, analista sénior para Israel del International Crisis Group.

La nueva invasión militar israelí en Gaza y el expolio, la expulsión de sus tierras de los palestinos y la colonización de Cisjordania discurren paralelas, aunque la brutalidad de la ofensiva en la Franja deja en la sombra los abusos el otro territorio palestino ocupado. El mismo día, el 22 de marzo, en que el organismo que decide el curso de la guerra en Gaza —el gabinete de seguridad del Gobierno— estableció una nueva administración en el Ministerio de Defensa para permitir a los gazatíes abandonar “voluntariamente” la Franja, se concedió el permiso para “dividir 13 asentamientos en Judea y Samaria”; lo que supone desdoblar estos e instaurar un número análogo de esas colonias, ilegales según el Derecho Internacional.

Mientras el mundo mira cómo Israel arrasa lo que queda de Gaza, en lo que va de año el Gobierno israelí ha autorizado la construcción de 16.820 casas para colonos en Cisjordania, un récord absoluto, según la ONG israelí Peace Now.

Dos niños observan la carretera que lleva al asentamiento israelí de Ateret, por donde tienen prohibido circular los palestinos, en diciembre de 2023.

Derechización

Hasta que Netanyahu les abrió las puertas del poder en diciembre de 2022, el extremismo de esos partidos ultras había llevado incluso a la extrema derecha laica israelí a repudiarlos. Eran unos parias. El primer ministro israelí “nunca habría aceptado colaborar con ellos antes”, señala la analista Zonszein. Pero en 2022, Netanyahu llevaba un año y medio en la oposición y, sobre todo, había sido imputado por soborno, fraude y abuso de confianza. A pesar de que su partido, el conservador Likud, ganó las elecciones, se había convertido en un apestado para sus antiguos aliados del centro e incluso para parte de la derecha israelí.

La lista de extrema derecha Sionismo Religioso, que obtuvo cerca del 11% de los votos y se alzó como tercera fuerza parlamentaria con 14 escaños, se convirtió así en casi la única opción de Netanyahu para armar una coalición. Con el apoyo de sus tres partidos -los dos principales son Poder Judío, liderado por Itamar Ben-Gvir y Sionismo Religioso, encabezado por Bezalel Smotrich- y el de dos formaciones ultraortodoxas, Netanyahu obtuvo su sexto mandato como primer ministro.

Esas fuerzas abandonaron entonces los márgenes de la política israelí y empezaron a marcar el paso al Gobierno en cuestiones cruciales: primero, al impulsar en beneficio propio y de Netanyahu en 2023 la polémica reforma judicial que pretendía despojar al Tribunal Supremo de su última palabra respecto a la legalidad de las normas aprobadas en el Parlamento y que sacó a la calle a centenares de miles de israelíes. Después, al decidir el curso de la ofensiva israelí en Gaza con la que Israel respondió a los ataques de Hamás el 7 de octubre de 2023, en los que murieron casi 1.200 personas y 251 fueron secuestradas.

La normalización de Poder Judío y Sionismo Religioso no habría sido posible, sin embargo, si la sociedad israelí no se hubiera derechizado como lo ha hecho en las últimas décadas, mientras la izquierda sionista que dominó la política del país en sus primeras décadas de existencia caía en la irrelevancia. El sionismo es el proyecto de origen colonial de establecer un Estado de mayoría judía en la Palestina histórica.

Hasta 2000, cuando se evidenció el fracaso del proceso de paz de Oslo con los palestinos, la izquierda y la derecha sionistas estaban igualadas con el 40% de apoyo. Ahora, los israelíes que se definen de derechas rondan el 62% y los de izquierdas, el 12%.

Esa radicalización tiene un fuerte sesgo generacional. Los jóvenes, que prácticamente no han conocido a otro primer ministro que Netanyahu, son mayoritariamente de derechas. El 73% de israelíes entre 15 y 24 años se define así, según una encuesta de enero del Instituto Israelí para la Democracia.

Esta evolución se remite en parte a razones demográficas, explica el historiador experto en Palestina Jorge Ramos Tolosa. Los colonos y los ultraortodoxos, que votan a la derecha, tienen muchos hijos —una media de siete en el caso de los segundos—. Otra razón, sostiene, es la idiosincrasia de un Estado “que nació a punta de pistola, tras la limpieza étnica de la Nakba (desastre en árabe)”, como se conoce a la expulsión o huida de 750.000 palestinos por el avance de las milicias judias y, después, del ejército israelí entre 1947 y 1949. Esto “genera unas dinámicas militaristas y de obsesión por la seguridad” que “encajan mejor en los discursos de la derecha que en los de la izquierda”.

Narrativas como la de la limpieza étnica de los palestinos, que solo defendía abiertamente esa extrema derecha religiosa, han llegado a discutirse ahora abiertamente en los medios de comunicación israelíes. Cuando Trump formuló su plan de expulsar a la población autóctona de Gaza, el Instituto de Políticas del Pueblo Judío publicó un sondeo. Un 82% de los israelíes judíos apoyaba la “reubicación” de los gazatíes y solo un 3% lo consideraba “inmoral”.

Los ataques de Hamás

Esas dinámicas que ya existían antes del 7 de octubre, “se exacerbaron” después de los ataques de Hamás, sostiene Zonszein, impulsando el giro a la derecha de los israelíes. Incluso pacifistas como Anabel Friedlander —que participó en la protesta en Sderot— consideraron entonces que Israel “tenía que responder” a los ataques de Hamás, recuerda esta mujer, miembro de la organización Women Wage Peace (Mujeres que luchan por la Paz), una de las convocantes de la manifestación del domingo y que ahora reclama el fin de la guerra.

El discurso que se generalizó entonces, asegura Zonszein, fue mucho más allá de ese tipo de afirmación y se tradujo en la creencia de que “no hay manera de llegar a la paz con los palestinos; no hay inocentes en Gaza”. Esa asunción ofreció “legitimidad” a unos colonos que llevaban décadas defendiendo esa ideología. El ataque de Hamás sucedió además cuando sus representantes políticos estaban en la posición de enorme poder para aplicar su agenda que les había dado su alianza con el primer ministro israelí. Al formar su coalición a finales de 2022, Netanyahu concedió a sus aliados ultras “los ministerios más importantes del Ejecutivo”, subraya Zonszein.

Itamar Ben Gvir —un colono que vive en el asentamiento Kiriat Arba, cerca de Hebrón, y que fue condenado en 2007 por incitación al racismo- era ya ministro de Seguridad Nacional. Controlaba a la polícia. Al día siguiente de la masacre, ordenó flexibilizar los requisitos para que los civiles obtuvieran una licencia de armas. Ya antes había facilitado a los colonos obtener armas en Cisjordania ocupada. Su llegada al Gobierno había marcado también un aumento de la impunidad con la que los habitantes de los asentamientos judíos expulsan y agreden a los palestinos de Cisjordania. Ben Gvir forma parte del gabinete de seguridad, el que toma las decisiones políticas sobre la invasión de Gaza.

Su aliado Bezalel Smotrich, el líder del Partido Sionismo Religioso, es ministro de Finanzas, un puesto privilegiado para destinar recursos a la construcción de nuevas colonias israelíes en Cisjordania. La coalición con el Likud le otorgó poderes adicionales en el Ministerio de Defensa al crear la Administración de Asentamientos, de la que dependen las colonias en Cisjordania. Smotrich es, de hecho, una especie de ministro de asentamientos, del que dependen varios de los mecanismos que utiliza Israel para despojar a los palestinos de sus tierras, anexionárselas y legalizar las colonias. Controla también ciertas funciones del Cogat, el organismo militar que autoriza la entrada de ayuda en Gaza.

“Las políticas del Gobierno de Israel actual parecen ajustarse, hasta un punto sin precedentes, a los objetivos del movimiento de los colonos israelíes”, determinó un informe de la ONU sobre Cisjordania de febrero de 2024.

El ministro de Seguridad Nacional israelí, Itamar Ben-Gvir (centro) en la convención de la extrema derecha sobre Gaza, celebrada en Jerusalén el 28 de enero.

Demostración de fuerza

Un acto de la extrema derecha nacionalista en Jerusalén se convirtió el 28 de enero en una profecía del guion de los acontecimientos en Gaza. A la “Conferencia para la victoria de Israel: los asentamientos traen seguridad”, asistieron no menos de 10 ministros de cuatro partidos —Likud, Sionismo Religioso, Poder Judío y Judaísmo Unido de la Torá— además de 27 diputados. Cerca de una cuarta parte del parlamento israelí participó en esa demostración de fuerza en la que se abogó por la limpieza étnica en la Franja, la reinstalación de los asentamientos y la conquista del enclave. Uno de los discursos corrió a cargo de Eliyahu Libman, el jefe de la colonia en la que vive Ben Gvir, que clamó “quienes no pueden ser eliminados [en Gaza] deben ser expulsados ​​y desheredados; no hay inocentes».

La politóloga israelí Gayil Talshir aseguró más tarde en una entrevista que este congreso fue una advertencia para Netanyahu.

Dos días después, el primer ministro visitó una academia preparatoria para el ejército y prometió una “victoria total sobre Hamás”. El 2 de marzo, Netanyahu decretó el bloqueo total de la entrada de ayuda humanitaria en Gaza; el 18 de ese mes, rompió el alto el fuego con Hamás para no negociar el fin de la guerra y el 5 de mayo, anunció la operación militar para conquistar la Franja. Un Ben Gvir que había abandonado el Gobierno en enero cuando se firmó la pausa de los ataques israelíes, regresó al Ejecutivo cuando se reanudaron los bombardeos.

Los colonos son ahora “quienes marcan la agenda y toman las decisiones, con la connivencia de Netanyahu”, sostiene Haizam Amirah Fernández, director ejecutivo del Centro de Estudios Árabes Contemporáneos (CEARC). El primer ministro tiene como prioridad “sobrevivir políticamente” pero también no pasar a los libros de Historia “como el líder fracasado” que no evitó los ataques de Hamás, explica este experto. Y para ello, “hará lo que haga falta, aunque sea enviar a la guerra y a la muerte a los jóvenes israelíes”.

A Edo, que participó en la protesta contra la guerra de Sderot, le tiembla la voz. Este joven de 20 años no era un pacifista. Al principio creía que la ofensiva israelí en Gaza era “para defender a Israel”. Ya no lo piensa; cambió de idea cuando Netanyahu rompió la tregua con Hamás. Sus dos hermanos, de 24 y 26 años, son soldados y están en Gaza. “Pero no están ahí luchando por Israel, ni por los rehenes israelíes”, sostiene. “Sino para que Netanyahu siga en su cargo“.

Policías israelíes sujetan a un manifestante en la protesta contra la ofensiva israelí en Gaza del pasado domingo en Sderot.



Source link