El 15 de septiembre de 2021, miles de personas marcharon pacíficamente en San Salvador para protestar contra Nayib Bukele, en una de las manifestaciones más grandes de su mandato. Los manifestantes lo llamaban “dictador”, rechazaban a gritos su política del bitcoin aprobada días antes y su reciente intervención con militares al parlamento. Bukele respondió con ironía: se llamó a sí mismo “el dictador más cool del mundo” en X, entonces Twitter. La broma causó gracia en muchos. Poco más de dos años después, el 12 de mayo de 2025, un grupo mucho menor —unos 150 campesinos que suplicaban la ayuda de Bukele para no ser desalojados de sus casas— se apostó cerca de la vivienda del presidente. La respuesta esta vez fue distinta: un grupo de militares y policías reprimió la manifestación y capturó a cinco de sus líderes.

Este 1 de junio, Bukele cumplirá su sexto año como presidente de El Salvador. Seis años después de llegar al poder con una imagen fresca y moderna que conquistó a los salvadoreños, el mandatario mantiene su nivel de aprobación interna por encima del 80% y es uno de los líderes más populares del mundo. Es todo un fenómeno en la política latinoamericana. Sin embargo, el lado cool del autodenominado dictador se está desvaneciendo al mismo tiempo que fortalece su imagen autoritaria, según expertos consultados por EL PAÍS.

“Al principio intentaba conectar con un público más joven. Tenía un discurso un poco más abierto y tolerante y, por lo tanto, la imagen que más le convenía era la de ´soy un político diferente, que se viste diferente y que soy capaz de abrazar ideas nuevas”, dice Edwin Segura, un periodista e investigador que ha trabajado 21 años midiendo la opinión pública en El Salvador. “Ahora ha terminado adoptando medidas punitivas de viejo cuño”, añade.

Nayib Bukele toma una 'selfi' con un grupo de jóvenes luego de inaugurar un parque para patinadores durante su periodo como alcalde de San Salvador, en 2016.

Bukele, un expublicista que ha volcado enormes esfuerzos en construir cuidadosamente su imagen, ha cambiado la manera con la que se proyecta al mundo. Ha pasado de vestir ropa juvenil y gorras hacia atrás a usar un traje negro de corte largo, adornado con bordes dorados y cuello alto que evoca a figuras históricas como Simón Bolivar o a Muamar el Gadafi, dice Segura. Pero no solo eso. Su política populista también ha tenido un giro importante. “Pasó de un populismo en el que gastaba más de lo que el Estado era capaz, regalando dinero en efectivo, en bitcoin e incluso paquetes alimenticios, a un populismo punitivo con el que se proyecta como un hombre fuerte, con experiencia. Un hombre que resuelve, aunque sea por la fuerza”, añade.

Cuando Bukele se autodenominó un “dictador cool”, su imagen era la de un presidente moderno que había roto con los viejos esquemas, que impulsó una política de bitcoin y vendió El Salvador como “la tierra de los volcanes, el café y el surf”. Ahora, su principal reclamo de cara al exterior es el de carcelero, tras llegar a un acuerdo con Estados Unidos para recibir a deportados de ese país.

“Se ha notado un cambio importante en su iconografía. Desde los trajes que usa hasta estilo propio. Empezó proyectando una figura casi de un niño travieso que usaba las gorras hacia atrás y pasó a proyectarse como un líder más a la antigua”, asegura William Carvallo, docente e investigador de la escuela de comunicaciones Mónica Herrera. “Ha sido un proceso lento y largo, pero él no es una persona que improvisa este tipo de cosas. Toda su comunicación, su apariencia y sus acciones están debidamente planificadas para lograr algo”, añade.

Desde su llegada al poder, a Bukele no le tembló el pulso para ejecutar medidas despóticas. El primer día de su mandato, despidió a cientos de empleados públicos y disolvió instituciones enteras con solo una orden en Twitter. Con el tiempo, dio pasos más grandes, como cuando en febrero de 2020 se tomó la Asamblea Legislativa con militares y se sentó en la silla del presidente de ese órgano de Estado como medida de presión para que los diputados aprobaran un préstamo para financiar su estrategia de seguridad.

Nayib Bukele y Javier Milei saludan desde un balcón de la Casa Rosada durante una visita oficial del presidente salvadoreño a Argentina, en septiembre de 2024.

Más tarde, en 2021, cuando ganó la mayoría absoluta en el congreso, dio un golpe a la Corte Suprema de Justicia y puso magistrados a dedo que, más tarde, avalaron su reelección a pesar de que la Constitución lo prohíbe. También destituyó al fiscal general que investigaba sus negociaciones con las pandillas MS-13 y Barrio 18, y obligó a los investigadores a huir del país. Más tarde, en 2021, inició una purga en el órgano judicial para poner jueces a su medida.

Pero el salto que más aceleró su imagen ante el mundo como un autoritario fue la instauración del Régimen de Excepción, una medida contemplada en la Constitución salvadoreña en caso de catástrofe o emergencia nacional con duración de un mes. Bukele ha renovado esta medida más de 36 veces. Aunque el presidente apela al combate contra las pandillas que habían convertido a El Salvador en uno de los países más violentos del mundo, el encarcelamiento de casi 80.000 personas en un país de 6,3 millones de habitantes ha activado todas las alarmas de la comunidad internacional y de organismos de derechos humanos. Desde entonces, organizaciones locales han documentado cerca de 400 muertos sin condena dentro de las cárceles, muchos de ellas con signos de tortura.

Aumenta la represión frente a las críticas

Ante la mayoría de las críticas, Bukele ha respondido con sorna. Sin embargo, cada vez parece estarse inclinando más a la represión y menos a la broma, como demuestran sus reacciones ante las crisis comunicacionales que ha enfrentado en los últimos dos meses su Gobierno. A mediados de marzo, El Salvador inició un tratado carcelario con la administración de Donald Trump para recluir en su prisión de máxima seguridad, el CECOT, a inmigrantes indocumentados.

Al principio, el mandatario salvadoreño aseguró que se trataba solo de criminales, pero luego se conoció de boca de las autoridades estadounidenses que muchos de los enviados en un primer vuelo eran simplemente migrantes cuya única falta fue entrar a Estados Unidos sin papeles. Más tarde, se supo que detrás de ese acuerdo realmente estaba la intención de Bukele de retornar a nueve líderes de pandillas, supuestamente para evitar que declaren en una corte de Nueva York sobre sus pactos secretos. Este acuerdo dejó muy mal sentada la imagen de Bukele, quien respondió con críticas a los medios de comunicación y organismos humanitarios.

Una manifestación para exigir la liberación de activistas y líderes comunitarios arrestados tras solicitar la ayuda de Nayib Bukele para detener el desalojo de cientos de familias en una zona rural, este jueves en Colón, El Salvador.

A principios de mayo, una publicación del periódico El Faro mostró a dos líderes pandilleros, entre ellos uno liberado por Bukele, contando detalles sobre sus negociaciones con el Gobierno de Bukele. Días después, el director de ese medio, Carlos Dada, dijo en una transmisión en vivo que había recibido una alerta de posibles órdenes de captura contra sus periodistas. Varios de ellos han salido del país por precaución.

El último evento que, según los expertos, ha desenmascarado aún más el espíritu de Bukele, ocurrió el lunes de esta semana, cuando una pequeña manifestación cerca de la residencia del mandatario provocó el despliegue de la Policía Militar para reprimir a civiles. Esto representa un hecho histórico, ya que desde los acuerdos de paz firmados en 1992 nunca se habían usado militares para estas tareas asignadas exclusivamente a la Policía Nacional Civil.

Un día después, la persecución y las capturas continuaron contra otros líderes comunitarios que protestaron frente a la residencia del presidente. Bukele reaccionó, como es costumbre, con una publicación en X en la que anunció represalias contra las oenegés de derechos humanos, a las que acusó de estar tras la protesta: una nueva ley de agentes extranjeros por la que retendrá el 30% de sus ingresos.

Estos movimientos, sin embargo, no significan por ahora que el porcentaje de aprobación de Bukele esté bajando en las encuestas, según explica Segura. “Cuando se mide la aprobación o desaprobación, la respuesta es dicotómica. Aprueba o no aprueba. Así se pierden los matices. Lo que está pasando es que mucha gente tiene sus reservas con el trabajo o los abusos del presidente, pero al final decide aprobar”, dice el experto. Por otra parte, “las respuestas de opinión pública en ambientes autoritarios son complicadas porque las personas tienen miedo y no se atreven a opinar”, dice.

Carvallo, por su parte, asegura que en El Salvador gusta ese prototipo de líder fuerte. “Hablando con la gente o haciendo estudios más complejos, podemos ver que la gente está muy satisfecha con lo que hace”, sostiene. “Al contrario de restarle, está reforzando su popularidad”. En las calles, según ha podido comprobar EL PAÍS, cada vez es más común que las personas se abstengan de criticar al presidente Bukele. Y quien se atreve a hacerlo, pide no ser citado por temor a represalias.

Mientras tanto, con cada nueva acción, Bukele parece alejarse más del presidente joven y disruptivo que conquistó titulares en 2019 y se acerca peligrosamente al molde de los autócratas tradicionales. Ya no necesita bromear para ejercer poder: le basta una orden. La frescura del autodenominado dictador más cool del mundo parece disiparse.



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