Solsiree Petit viajó con sus dos hijos siempre a su lado. Desde el estado de Falcón, en el norte de Venezuela, por más de un año caminaron y avanzaron juntos en carros, combis, buses y sobre el tren conocido como La Bestia hasta Ciudad Juárez, en la frontera norte de México, a las puertas de Estados Unidos. Pero allí, una semana antes de que Donald Trump tomara posesión, se separaron. Temerosos de lo que podría deparar el retorno del republicano a la Casa Blanca, los niños, Danniery, que ahora tiene 17 años, y Danny, de 10, cruzaron la frontera y solicitaron asilo como menores no acompañados.
La madre planeaba alcanzarlos el 29 de enero, día de su cita migratoria otorgada por la aplicación CPB One. Sin embargo, apenas minutos después de que Trump jurara como presidente el 20 de enero, la aplicación oficial de migración se deshabilitó y todas las citas futuras fueron canceladas. Desde entonces, Petit malvive en Juárez: sin papeles en regla, trabaja donde puede para ganar los pesos que pagan un alquiler precario y compartido. Y de sus hijos, que ahora se encuentran con su padre, con quien ella ya no tiene relación, sabe poco o nada.
En un mar de cifras sobre migrantes, el caso de Petit es uno de esos que no se contabiliza. Se sabe que la llegada de Trump generó un flujo inverso, de norte a sur, de personas que decidieron emprender el viaje de regreso a casa ante las puertas cerradas de Estados Unidos. También que hay otros, especialmente compatriotas de Petit, que quieren que los monten en un avión de regreso a Venezuela desde México. Pero Petit no puede regresar a la casa que abandonó en su país, después de que, como directora de un colegio rural, se negara a que sus estudiantes recibieran instrucción militar. Está atrapada en México y abocada al abismo, un mundo de sombras donde los peligros, en forma de empleadores explotadores, criminales variados, o incluso policías sin escrúpulos, están a la orden del día.
Ha intentado seguir los caminos oficiales, pero se ha encontrado solo con muros. Hace más de dos meses tramitó una solicitud de asilo, pero no ha obtenido siquiera una confirmación de recibo por parte de las autoridades mexicanas. En uno de los muchos paseos al paso fronterizo de Juárez, que hacía con cada vez menos esperanza de que de repente las puertas se abrieran, se acercó al puesto informativo del programa gubernamental llamado México te Abraza, dirigido originalmente a conectar personas repatriadas con oportunidades laborales, pero ampliado al público general después de que las proyecciones de deportaciones masivas desde Estados Unidos no se hayan materializado. “Dijeron que había trabajo en [la cadena de tiendas de abarrotes] Oxxos. Pensé que era una buena opción, hay varios cerca de mi casa. Pero cuando me presenté me rechazaron inmediatamente porque no tenía papeles”, cuenta con una desesperación que se ha instalado de manera permanente en su voz.

Pasó por un restaurante en el que trabajó unas semanas antes de que la acusaran de romper una vajilla y se la cobraron, en la práctica negándole el sueldo. Sin un contrato firmado, Petit no tenía nada a lo que recurrir. Ahora está en otro en donde le pagan a tiempo, pero en el que prefiere mantener la cabeza baja, pues sospecha que sus compañeras son abusadas o traficadas. Ha oído decir que las chicas más jóvenes y guapas, también migrantes, hacen parte del “jardín de flores” del jefe.
Le ha tocado acostumbrarse a ese mundo sumergido desde hace mucho tiempo. En Ciudad de México estuvo viviendo durante un año, cuenta por videollamada desde la pequeña cocina del piso que alquila. Esperaba una cita migratoria y trabajaba en un restaurante donde cobraba en efectivo y no tenía contrato. Hasta que la victoria electoral de Trump en Estados Unidos inyectó un afán incontrolable para cruzar al norte antes de que se posesionara por el temor a que, como efectivamente sucedió, se cerrara la frontera de la noche a la mañana.
Empezó a moverse para armar un grupo de conocidos para ir a la frontera juntos y cruzar el 18 de diciembre, el día del migrante, fecha en la que la desinformación en redes decía que Estados Unidos dejaría entrar a todos por 24 horas. Reclutó a su viejo vecino de Venezuela, que también estaba en Ciudad de México; igualmente a una antigua alumna que rastreó por Facebook. Eran 11 personas en total, cuatro adultos, los demás adolescentes o niños.

La travesía acabó con el pequeño grupo siendo detenido por policías mexicanos mientras caminaban en el desierto de Samalayuca, a unos 50 kilómteros al sur de Ciudad Juárez. Por un milagro, dice Petit, fueron liberados rápidamente y no enviados a Tapachula, en el extremo sur del país, como se suele hacer a los migrantes detenidos en su camino hacia Estados Unidos. En la madrugada del 18 de diciembre cruzaron el Río Bravo. Una vez del otro lado, cuenta, la Patrulla Fronteriza los detuvo y los obligó a caminar sin agua o alimentos durante horas hasta el acceso oficial más cercano, y ahí les denegó el ingreso.
Las siguientes semanas las pasaron en albergues en Juárez mientras se gastaban sus últimos pesos y decidían qué hacer después. Una tarde, el adolescente Danniery decidió cruzar solo y dejar de ser un peso para su madre. A los pocos días, Danny, el menor, se sumó a la idea, y el 12 de enero se presentaron a la frontera con Estados Unidos y solicitaron asilo de manera oficial. Alegaron que estaban siendo perseguidos por los carteles mexicanos y pasaron sin mayores problemas. A lo lejos, Sol los vio por última vez.
De vuelta en el albergue, intentó una vez más conseguir una cita, esta vez para ella sola. Ese cambió debió hacer toda la diferencia: después de más de un año esperando infructuosamente, incluso pagando a supuestos intermediarios que aseguraban una fecha, la app CBP One la citó para el 29 de enero. Los migrantes que se habían vuelto una efímera familia en las Navidades que habían pasado juntos celebraron porque Petit se reencontraría pronto con sus hijos.
Pero luego llegó Trump a Washington y la ilusión se rompió. La aplicación migratoria se apagó y Petit se encontró frente a frente con una realidad que sabe que comparte con varios que también están atascadas en México, sin querer o poder volver a Venezuela, y con el paso cerrado hacia Estados Unidos. La pregunta es cuántos más.

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