Íbamos en auto por la ciudad en la que me crie y el hombre con quien vivo dijo: “Hay menos banquitos, ¿no?”. Era verdad: había menos. Cuando yo era niña, casi todas las casas tenían en el frente un banco de mármol o de granito. Al caer la tarde, los vecinos se sentaban allí y conversaban con los de enfrente y con los de al lado. La costumbre del banquito nunca me gustó. No me interesan los chismes, me deprimen las conversaciones banales, y tengo un prejuicio feo: veo en esos ritos el reflejo de existencias rumiantes que, más que vidas plenas, son un puñado de hábitos que se repiten sin pensar. Pero de pronto pensé que aquellos hombres y mujeres eran capaces de sostener un tiempo sin fragmentaciones. El tiempo no estaba todo roto por la obligación de que cada instante fuera productivo. En el verano se espantaban las moscas con ramas de un árbol al que le decíamos acacio bocha y ponían espirales para ahuyentar mosquitos. Los chicos pasábamos en bicicleta y saludábamos: “Buenas tardes, don Antonio”, “Hola, Sara”. Ese circuito vecinal y callejero funcionaba como una red de informantes bonachona: “Recién pasó Fabián, está con los chicos jugando al fútbol”, “Cecilia se fue a la plaza con Marita”. La partitura de los atardeceres era ese susurro colectivo: estaban el chisme y la conversación banal, pero también una red comunitaria que hacía que los niños de unos fueran los de todos. El hombre con quien vivo dijo: “Los banquitos eran como las redes sociales”. Yo creo que eran lo contrario de ese universo espástico. El filósofo Byung-Chul Han escribió: “El tiempo de vida ya no se estructura en cortes, finales, umbrales ni transiciones. La gente se apresura, más bien, de un presente a otro”. Quizás solo quienes saben detenerse saben cómo seguir. Quizás solo quienes son capaces de sentarse a perder el tiempo son los que saben cómo ganarlo. Pero todo eso parece ir camino a la extinción. O ya haberse extinto.
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