¿Qué es el futuro? ¿Una línea de tiempo por recorrer o una pregunta abierta por formular? ¿Un destino que nos espera o una invención colectiva que se construye paso a paso? ¿Podemos enseñar el futuro? ¿Podemos, al menos, acompañar su nacimiento con otros?

Preguntas como estas acompañan el sentido más profundo de lo que hacemos en el mundo de la educación. Porque educar es, en esencia, atreverse a proyectar junto a otros. Y el profesor es, por naturaleza, un buscador de futuros: alguien que cree en lo que aún no existe, pero que podría ser posible si se cultiva con pasión, conocimiento y esperanza. Hablar de educación es, entonces, hablar de futuro.

Esta meditación la propongo a propósito del Día del Maestro que se celebra el 15 de mayo en Colombia, y también como parte de la conmemoración de los 65 años de la Universidad EAFIT -mi casa de conocimiento-. Porque al celebrar a una universidad, las celebramos a todas y, con ellas, al acto revolucionario que es crear un lugar para la búsqueda de la verdad, la belleza y la bondad. El acto de educar implica reflexionar sobre el porvenir. En ese gesto silencioso y paciente de quienes enseñan, se gesta la materia prima de todo futuro posible: imaginar. Por eso, cuando decimos que educar es futuro, declaramos una vocación. Una forma profunda y comprometida de habitar el tiempo por venir.

Somos seres proyectivos. A diferencia de otras especies, no solo habitamos el presente: lo estiramos hacia el mañana. Soñamos, diseñamos, narramos, construimos. Como lo señala el filósofo Paul Ricoeur, proyectar el futuro no es anticipar lo que vendrá, sino abrir un horizonte de posibilidad desde la acción presente. En esa proyección nace la educación: como inspiración, como creación, como transformación.

Educar es inspirar: encender una posibilidad, provocar una pregunta, regalar un horizonte. A veces basta una idea, una frase, un gesto para que una vida se encienda.

Educar es crear: habilitar espacios donde lo inacabado pueda ser explorado. Las aulas, los laboratorios, los talleres, los campus, son territorios de ensayo. Lugares donde el conocimiento no se entrega, se construye.

Y educar es también transformar: porque toda educación es un hacer ético. Enseñar es elegir qué mundo queremos habitar y cómo nos preparamos para vivir en él. Por eso, el profesor no es solo un transmisor de saber, sino un artista de futuros.

El contexto actual y la forma como se ubican en él los jóvenes de hoy, nos plantean desafíos para encender esa imaginación que crea futuro. De esto nos habla el Global Flourishing Study —una reciente investigación internacional liderada por la Universidad de Harvard en alianza con Gallup, el Baylor Institute for the Study of Religion y el Center for Open Science— que se propuso comprender qué significa realmente “florecer” como ser humano, es decir, cuáles son las condiciones que permiten una vida plena y con sentido. El estudio incluyó a más de 200.000 personas en 22 países y reveló, entre otros hallazgos, que los jóvenes entre 18 y 24 años expresan sentir un menor bienestar general y una sensación de florecimiento inferior a la de generaciones anteriores. Quizá porque el futuro ya no parece tan habitable, tan amable. En ese contexto, educar es también un acto de esperanza: proyectar lo que aún no existe para que vuelva a ser deseable.

Celebrar la educación es, entonces, reconocer una trayectoria de acompañamiento a la construcción de futuros: desde el pensamiento, la ciencia, el arte y la tecnología, hasta las decisiones éticas, las relaciones humanas y los proyectos de vida que nacen en las aulas. Es reconocer cómo lo que se imagina en clase, lo que se conversa en un pasillo o se comparte en un taller, puede transformar una existencia y, con ella, el mundo que habitamos. Es además una forma de honrar esa vocación profunda de quienes enseñan: la de proyectar posibilidades donde antes solo había incertidumbre. Porque el futuro no se predice, se cultiva con acciones presentes, y quienes educan son jardineros de esa siembra invisible pero esencial: el impulso de imaginar.

En este Día del Profesor, celebremos y reconozcamos a quienes, en medio del ruido y la urgencia, siguen creyendo que enseñar es acompañar el nacimiento de algo que todavía no tiene nombre. Esas mismas preguntas con las que comenzamos esta reflexión viven en el corazón de cada educador que elige formar desde el asombro, la posibilidad y el compromiso con lo que podría ser.

A esos artistas de la construcción del futuro, que son los profesores, les expreso mi gratitud por sostener la llama de lo posible. Y con ellos también celebro a la universidad como ese espacio privilegiado donde el tiempo se estira hacia lo que podría ser. Allí donde el pensamiento se ensaya, la diversidad se encuentra y la imaginación se cultiva como parte del porvenir. Porque la universidad no solo transmite conocimiento: acompaña la formación de quienes, con su vocación de imaginar, harán posible el futuro que aún no existe. Ese futuro emergente que es, sobre todo, posibilidad.

@eskole



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