Francisco Camps ha resucitado catorce años después de su martirio y crucifixión política. Renace como los que duermen en tierra del libro de Daniel y su reanimación proyecta intertextualidades evangélicas. Resurge del Gólgota judicial tonificado con el linimento espiritual del confesionario de la iglesia de la Santa Cruz de Valencia, donde encontró sosiego y consuelo en los días de tormento. Desde la catástrofe del desgobierno de Carlos Mazón en la dana se ha estado apareciendo a muchas personas como una revelación abrahámica. Trae un verbo de alivio y esperanza para los votantes valencianos del PP, angustiados por la incertidumbre demoscópica y los pecados cometidos por Mazón. Camps quiere ser ahora el Mesías que reagrupe a los fieles populares y los conduzca a la tierra prometida de las mayorías absolutas que él encadenó muy fertilizadas con el estiércol de Gürtel.
Se enuncia desnudo de mochila y con pasajes de su palmarés tachados. Despojado de las mortajas de Forever Young, pero muy guarnecido con ecos bíblicos. Sabe que su reino no es aún de este mundo, pero es ahora o nunca y viene casi espoleado por el impulso sobrehumano atribuido por los evangelios a Jesús de Nazaret. Este sábado quiso reunir a una multitud de fieles en la Marina de Valencia, donde aún se le recuerda en el pescante de un Ferrari descapotable copilotado por Rita Barberá. Eran los días en que la Comunidad Valenciana, deslumbrada por su propia combustión, aceleraba cuesta abajo sin frenos. Aunque ahora no viene montado en un pollino, promete la salvación y anuncia el retorno de aquel esplendor perdido de “todos los alcaldes, concejales y gobiernos del PP que cambiaron la historia”.
Como siempre, el expresidente valenciano encauza su propósito en un destino espiritual taumatúrgico. En 2003, cuando lanzó su candidatura a la Generalitat, quiso ser el rey Jaume I. Se atiborró del libro del medievalista jesuita Robert Ignatius Burns sobre el reino cruzado de Valencia, se calzó el yelmo psicológico del Conquistador y siguió sus pasos, adecuando la huella del fundador del Reino de Valencia a su agenda política. Reunió a los suyos en el monasterio del Puig, desde donde el rey dirigió sus tropas hacia la conquista de Valencia en 1238. Se subió a la cima del monte Penyagolosa, donde el monarca levantó la ermita de Sant Joan tras la reincorporación de Valencia a la cristiandad. Abrió su campaña en Morella, que fue la primera plaza conquistada a los sarracenos, y ya no paró de suministrar correspondencias para proyectarse como la reencarnación del Conquistador.
El problema es que cuando ya casi había alcanzado la transubstanciación, Eduardo Zaplana aprovechó esas veleidades regionalistas para desacreditarlo ante la cúpula de Génova 13 como un peligroso abertzale mediterráneo. Entonces Camps se fue al otro extremo. Incluso rehusó participar en un homenaje a Jaume I en el monasterio de Poblet con los presidentes de la antigua Corona de Aragón. El Conquistador se reconvirtió en el Reconquistador. Fue Don Pelayo. Y su designio, Santiago y cierra España. Vació de especificidad la fiesta del Nou d’Octubre y le embutió un homenaje al santo sepulcro de la Constitución de los líderes regionales del PP, concebido no sólo como inflamación de la patria más centrípeta, sino también como un ataque hacia toda propuesta de reforma hecha con una visión pluralista del país. Y sobre todo, la emprendió contra los gobiernos del País Vasco y Cataluña y sus atisbos descentralizadores. Ahora, carbonizado Mazón y despertado por la prodigiosa absolución de los flagrantes delitos que se produjeron bajo su presidencia, vuelve caminando sobre las aguas del barranco del Poyo para multiplicar los panes y los peces.
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