Es impresionante hasta qué punto hemos naturalizado el crimen organizado como jurisdicción. Es como si diéramos un reconocimiento tácito a la aplicación de sus normas sobre los territorios que controlan y a la autoridad que tienen sobre sus integrantes; es como si las personas que se involucran con actividades del crimen organizado dejaran de pertenecer inmediatamente a la jurisdicción del Estado Mexicano, de un supuesto Estado de derecho y fuera entonces esperable y natural que se rijan bajo otras normas y bajo otros códigos. Sin un juicio previo, sin un procedimiento justo, concluimos por nuestra lectura subjetiva de las evidencias, que “seguramente andaban en malos pasos” y que, como consecuencia, recibieron su castigo, fueron asesinados o desaparecidos. Nos conste o no, hemos naturalizado que la consecuencia de que una persona “anduviera en algo” es que se le apliquen otras condenas y que la búsqueda de justicia de los familiares no sea ni tan legítima ni urgente.
Durante la guerra contra el narco, en enero de 2010, un comando armado abrió fuego contra jóvenes que se encontraban en una fiesta en un fraccionamiento de Ciudad Juárez en Chihuahua, fallecieron 16 jóvenes entres 15 y 20 años, una de las masacres más cruentas de ese periodo. Felipe Calderón, entonces presidente de México, estaba de gira en Japón, desde ahí declaró que los jóvenes asesinados eran miembros de una pandilla y que tenían rivalidad con sus asesinos. ¿Por qué diría algo así? Porque sabía que la indignación podía ser menor si al menos sospechábamos que eso podía ser verdad. Después tuvo que reconocer que lo que había dicho era falso, ofreció una disculpa tibia, si se puede llamar disculpa, diciendo que tal vez sus declaraciones “llegaron a generar incomprensión y estigmatización”.
En 28 de abril de este año, el gobierno de Salomón Jara, gobernador del Estado de Oaxaca, anunció que habían hallado los restos de la abogada y activista mixe Sandra Domínguez y su esposo Alexander Hernández, la pareja estaba en calidad de desaparecida desde el 4 de octubre de 2024. En cuanto anunciaron el hallazgo, José Bernardo Rodríguez, fiscal del Estado, se apresuró a anunciar que, con base en “datos objetivos, técnicos y científicos” tenían claro que el esposo de Sandra Domínguez había estado involucrado con el crimen organizado y que el móvil del asesinato había sido un ajuste de cuentas. Salomón Jara también declaró que, dado que él y sus colaboradores vienen del movimiento social, el gobierno ya no desaparece, que eso es cosa del crimen organizado, como si la existencia de éste último no fuera un asunto relacionado con el gobierno que encabeza. El efecto que se desea buscar es que pensemos que fue algo que sucedió en otra jurisdicción, la del crimen organizado, es algo que pasa “entre ellos”. En este caso, se realizó la búsqueda gracias a la presión social y mediática, de no haber sido así, el aparato estatal no se mueve para buscar a las personas desaparecidas como es, en teoría, su deber.
Más al norte, colectivos de buscadores de personas desaparecidas, denunciaron que en el Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco se habían cometido crímenes de lesa humanidad, Claudia Sheinbaum lo negó, dijo que eso ya no pasa en México, que el estado ya no comete ese tipo de crímenes, enfatizó que lo que existe es crimen organizado y que lo están combatiendo, el crimen organizado se construye como el otro. Lo que las declaraciones de Jara y Sheinbaum no aclaran es que, en la realidad, no hay una distinción tajante, existe un continuo en el que es difícil decidir dónde termina el crimen organizado y dónde comienza el Estado Mexicano. La detención del presidente municipal de Teuchitlán, José Ascensión Murguía Santiago, es una de las muchísimas muestras que evidencian que, por omisión o participación directa, no hay una distinción clara de los límites entre crimen organizado y estado; se traslapan siempre, más o menos. Como jefa del Estado Mexicano, Sheinbaum no puede sostener de manera categórica que el estado ya no está involucrado en desapariciones, no importa ni el partido ni las simpatías, el estado está involucrado a distintos niveles, la propia Guardia Nacional ya tenía conocimiento del Rancho Izaguirre y no hizo después mucho. Las policías municipales y las fiscalías locales también son el estado mexicano y los funcionarios federales están obligados a coordinarse siempre con ellos. Reconocer narrativamente al crimen organizado como una jurisdicción distinta que no tiene que ver con el estado es parte del problema.
Hay muchas personas que, viviendo en territorios controlados por el crimen organizado, no pueden ignorar que deben acatar sus abusivas normas para sobrevivir, eso es una cosa; otra muy diferente es que el gobierno use una narrativa que insinúa que aquellas personas que se involucran con el crimen organizado reciben su merecido por parte de agentes de ese mismo tipo de organizaciones. ¿Cómo podemos saber que aquellos que fueron asesinados eran inocentes si no han pasado por un juicio justo? Incluso si fuera evidente que alguien está involucrado en organizaciones violentas y es responsable de delitos, ¿es esta una razón válida para que el estado renuncie a su jurisdicción y deje que la delincuencia organizada ejerza sus normas, códigos y condenas sobre esa persona? ¿No está el estado reconociendo tácitamente la jurisdicción del crimen organizado? ¿Lo esperable no sería que se dicte sentencia después de un juicio justo? Parece que no, parece que los asesinaron porque “en algo andaban” y que con esa declaración el estado no tiene ya nada que ver.
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