Dar pasos concretos para resolver el centenario conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche no ha sido fácil para este gobierno. Basta recordar el desastre de la mañana del 15 de marzo de 2022, cuando la entonces ministra de Interior Izkia Siches era repelida a balazos camino a Temucuicui -tan solo cuatro días después de la toma de posesión del presidente Gabriel Boric- y la escalada de violencia en carreteras y caminos del sur que obligaron al gobierno a decretar estado de excepción constitucional de emergencia a pesar de haber expresado en innumerables ocasiones que no se haría uso de este recurso.
Si la derecha y sectores de la ex Concertación celebraban la decisión como una derrota de los jóvenes e inexpertos frenteamplistas, sectores del pueblo mapuche y organizaciones de derechos humanos acusaban al gobierno, y particular al partido del presidente, de incumplir su promesa de acabar con la militarización de la Araucanía. Por supuesto, no faltaron quienes dieron por sepultada la estrategia política de la nueva izquierda para avanzar en la resolución de este conflicto.
Sin embargo, y no sin dificultades, el gobierno no desistió. Con la convicción de que el estado de emergencia no es una solución duradera y que las cuestiones de fondo, como las demandas territoriales, el rezago económico y social y el abandono de parte del Estado, debían atenderse con urgencia, se implementó el Plan Buen Vivir y se convocó a la Comisión Presidencial para la Paz y el Entendimiento. El primero se pensó como una estrategia de promoción del desarrollo basada en el diálogo del Estado con las comunidades a través de autoridades y funcionarios de gobierno desplegados en terreno de forma permanente y con la dedicación de tiempo necesaria para establecer vínculos de confianza y continuidad. En sus años de implementación, el Plan Buen Vivir ha logrado un sustantivo incremento de inversión pública (se proyectan tres billones de pesos en 10 años) en zonas que se encontraban en condiciones de rezago y abandono por parte del Estado.
La Comisión para la Paz, el otro eje de la estrategia gubernamental, respondía a la genuina convicción de que no hay solución a este conflicto que no pase por resolver la cuestión de las tierras y a la constatación de que los instrumentos actuales para ese cometido no solo son insuficientes sino que son parte del problema. Para hacernos una idea: una estimación realizada la Comisión calcula que si seguimos el esquema actual se requerirían entre 80 y 120 años para ejecutar las compras y entregas de tierras demandadas, tiempos que, evidentemente, crisparían hasta a los más sabios y pacientes temperamentos.
Entre las muchas virtudes que se podrían destacar de esta comisión, la co-presidencia ejercida por Alfredo Moreno y Francisco Huenchumilla fue una de las principales. Colocar a la cabeza de este empeño a dos impulsores de esfuerzos previos y, al mismo tiempo, truncados de construir soluciones políticas, que incluían reconocimiento constitucional, reparación a víctimas, devolución de tierras y una contundente inversión social, fue una señal muy poderosa para la sociedad y, sobre todo para el campo político en su conjunto. Vale la pena recordar que el ex ministro de interior del segundo gobierno de Michelle Bachelet, Jorge Burgos, pidió la renuncia del entonces intendente Huenchumilla cuando éste presentó sus propuestas para avanzar en la resolución del conflicto y que Alfredo Moreno, líder del ambicioso Plan Araucanía, fue removido del Ministerio de Desarrollo Social tras el asesinato de Camilo Catrillanca por parte del grupo de fuerzas especiales de Carabineros conocido como “Comando Jungla”.
Estrategia de seguridad pública, que más allá del estado de emergencia incluyó medidas como la ley de robo de madera y la creación del Ministerio de Seguridad; diálogo permanente con las comunidades y búsqueda de acuerdos de largo plazo para resolver la cuestión de las tierras, son los componentes clave de la estrategia del gobierno, y uno de sus resultados más rápidos ha sido la disminución sustantiva de los hechos de violencia. Si 2021, último año de la administración de Sebastián Piñera y con estado de emergencia activado, fue el más violento, con más de 1.600 hechos registrados, el 2024 se produjo una baja del 70%. No es aventurado atribuir estos resultados a los componentes de diálogo, presencia del Estado e inversión social.
La estrategia desplegada por el gobierno para hacer frente al conflicto del Estado chileno con el pueblo mapuche deja lecciones que no deben ser pasadas por alto. Lecciones que van desde la necesidad de reconocer cuando no existen condiciones para realizar de manera inmediata lo que por convicción se considera correcto -en este caso, desmilitarizar- hasta el valor de insistir en la decisión de crear soluciones políticas, con diálogos sustantivos, con presencia estatal permanente y con el concurso de todo el abanico político. Y es justo reconocer que, con las dificultades inherentes a un conflicto centenario, este gobierno ha sido capaz de romper la polarización y el atrincheramiento y crear espacios de diálogo transversales tanto a nivel central como a nivel comunitario.
En las antípodas del camino de paz que el gobierno liderado por la nueva izquierda se esmera en cimentar, la derecha extrema ofrece guerra. En días recientes, el diputado Arturo Squella, presidente del Partido Republicano -el mismo que forzó la renuncia de la senadora Carmen Gloria Aravena, integrante de la Comisión para la Paz-, con una mezcla de ignorancia e irresponsabilidad, aseveró que no había más solución que decretar estado de sitio por motivo de guerra interna y aplicar el código de justicia militar. La derecha chilena, lo sabemos, tiene experiencia en declararle la guerra a su propio pueblo, así que los dichos de Squella, siendo lamentables, no son sorprendentes. Mientras tanto, Evelyn Matthei, que en principio se sumó a quienes criticaron el informe antes de conocerlo, no ha dicho nada sustantivo desde que fue publicado.
Así las cosas, es difícil no pensar que el destino de este esfuerzo de paz está íntimamente ligado al resultado de la contienda electoral presidencial y parlamentaria. Por eso, quienes formamos parte de la nueva izquierda, enfrentamos este escenario con la gravedad que tiene: para consolidar lo alcanzado y asegurar su continuidad, tenemos que derrotar tanto a la extrema derecha que promueve la guerra como a la zigzagueante derecha tradicional. Es tanto lo que está en juego que no existe espacio para derrotismos ni acomodos mezquinos.
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