Los aficionados al rock lo saben: está claro cuándo empieza una gira de despedida pero no necesariamente cuándo termina. La de Elon Musk, colaborador de Donald Trump al frente de esa motosierra del gasto público llamada DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental), arrancó esta semana en Washington, ciudad a la que el empresario ya ha comenzado a decir adiós. Tras una caótica incursión en política, su plan es concentrarse en sus negocios, sobre todo en la automovilística Tesla, que se ha visto resentida desde el inicio de su extravagante idilio con el presidente de Estados Unidos.
“Seguiré dedicando uno o dos días a la semana a asuntos gubernamentales, o tanto como el presidente desee y mientras le sea útil”, dijo el empresario el pasado 22 de abril en una llamada con analistas para presentar los resultados de la compañía. Algo tenía que decir: el beneficio del fabricante de vehículos eléctricos se desplomó un 71% en el primer trimestre.
Atrás queda un centenar de días de imágenes para la historia: de aquella vez que compareció en el Despacho Oval con su hijo de cuatro años a cuando Trump convirtió la Casa Blanca en un concesionario de Tesla. También, un trabajo a medias. En la campaña del republicano, a la que aportó más de 260 millones de dólares (230 millones de euros), el hombre más rico del mundo dijo que sería capaz de recortar dos billones de las cuentas federales. Más tarde redujo sus aspiraciones a la mitad. En una reunión con un grupo de reporteros de la Casa Blanca, Musk calculó este miércoles que sus esfuerzos −que han fulminado agencias federales enteras y, según la firma Challenger, Gray & Christmas, provocado el despido de 281.452 personas, entre funcionarios y otros empleos relacionados con la Administración− supondrá unos 160.000 millones de ahorro, cantidad muy lejos del objetivo.
Para escenificar su retirada, Musk aprovechó esta semana la frontera simbólica de los primeros 100 días de Trump en la Casa Blanca, que este conmemoró con un multitudinario mitin el martes y, al día siguiente, con una reunión de su Gabinete abierta a la prensa en la que sus 22 miembros se turnaron para adular al jefe. Y eso incluyó a Mike Waltz; el consejero de Seguridad Nacional pasó por ese trago un día antes de convertirse en la primera baja de la segunda Administración de Trump.
Musk llevaba el miércoles dos gorras: una negra con el consabido lema que pide devolver la grandeza a Estados Unidos (Make America Great Again) y otra roja, último grito del merchandising trumpista, que alude al Golfo de México renombrándolo como “Golfo de América”. El chiste se entiende mejor en inglés, idioma en el que la expresión ”llevar demasiadas gorras» define a quien acumula más trabajo del razonable. “Hay quien dice que peco de eso; bueno, pues hasta mis gorras llevan gorra”, bromeó el también dueño de, entre otras, la red social X o SpaceX, empresa aeronáutica que mantiene suculentos negocios con la Administración.
Trump le agradeció los servicios prestados y lamentó que lo hubieran “tratado injustamente” por arremangarse en su equipo. “Les gusta quemar mis coches”, admitió Musk sobre los ataques a concesionarios, estaciones de carga y vehículos de Tesla con el que los vándalos han contestado no solo en Estados Unidos a los recortes del DOGE. El presidente también le recordó que tenía permiso para quedarse “todo el tiempo” que desee. “Quiere volver a casa, a ocuparse de sus coches”, les aclaró a continuación al resto de los miembros de su Gabinete. Con algunos de ellos, Musk se ha enfrentado estas semanas, tanto en público, en X, como, a gritos, en privado.

Tras esa reunión, el empresario se vio en el Ala Oeste con reporteros de nueve medios de Washington. En los 100 días anteriores, había evitado sus preguntas sobre posibles errores de cálculo a la hora de aplicar la motosierra o sobre los aparentes conflictos de interés de un empresario con un acceso sin precedentes a la Administración con la que hace suculentos negocios. Ahora tocaba justificarse.
La lectura de las crónicas sobre esa reunión de una hora sirve para concluir que Musk se tiene por un “buen amigo” de Trump y que este le dio permiso para pedir a la cocina todo el helado que quisiera (de caramelo, de la marca Häagen-Dazs). También, que el multimillonario conservará su “cómicamente pequeña” oficina en la Casa Blanca y que “más de una vez”, cuando el presidente le ha ofrecido “quedarse a pasar la noche”, lo ha hecho en el dormitorio Lincoln.
Sobre el futuro del DOGE sin él, Musk echó mano de las religiones orientales: “Es un estilo de vida, como el budismo”, aseguró. “¿Existe el budismo sin Buda? ¿Acaso no creció tras su muerte?“.
También reconoció que el último objetivo de recortar un billón de dólares será “realmente difícil” de alcanzar. “La pregunta”, argumentó, “es: ¿cuánto sacrificio supone? ¿Están dispuestos a hacerlo el Gobierno y el Congreso? Se puede lograr, pero provocará muchas quejas”.
En estos algo más de 100 días, esas quejas han hecho de Musk el blanco predilecto de las críticas de un Partido Demócrata desnortado y de las firmas de abogados, fiscales y organizaciones en defensa de los derechos civiles que han interpuesto decenas de demandas para frenar los intentos de desmantelar la Administración. En algunos casos, como en el de la agencia de cooperación internacional (USAID), el daño ya es irreversible. Y a los expertos en libertades civiles les preocupa el uso sin supervisión que la vengativa Administración de Trump pueda hacer de los datos de ciudadanos estadounidenses a los que ha tenido acceso el DOGE.
Hombres alrededor de una mesa
En otra parada de su tour de justificación, el empresario terminó el miércoles permitiendo a Jesse Watters, presentador estrella de la conservadora Fox News, acceder a la reunión semanal en la que los miembros del DOGE, cuyo trabajo ha sido criticado por opaco y arbitrario, repasan las “pruebas de despilfarro, fraude y abuso” que aseguran haber encontrado en las agencias gubernamentales en las que entran a saco.

Con Musk y Watters se sentaron otras 15 personas, todos hombres. Muchos, jóvenes imberbes. Uno, llamado Ethan, contó que había abandonado su carrera en Harvard y perdido la mayoría de sus amistades para “servir” a su país. Otro, casi un niño de nombre Edward Coristine, levantó la mano cuando Watters preguntó quién era el tal Big Balls (El Pelotas Gordas) que saltó a la fama cuando los medios estadounidenses empezaron a identificar a los trabajadores del DOGE. Resulta que el mote se lo puso él mismo. No responde a ningún atributo fuera de lo común; simplemente, le divirtió usarlo para su perfil en LinkedIn.
El grupo habló de funcionarios con “pistolas cargadas” en el cajón, de alquileres del “[casino] Caesar’s Palace y de estadios deportivos” para montar fiestas a cargo del contribuyente y de gastos exorbitados para fomentar asuntos como “la cría de la alpaca en Perú”. No se pudo contar con Watters para saber más sobre esas historias ni para cuestionarlas, porque el presentador avisó de que estaba allí para dejarles hablar y, pronto quedó claro, tampoco traía preguntas incómodas.
Sí quiso saber si el DOGE “acaba de empezar”, dado que, añadió, “es una empresa a largo plazo”. “Lo es”, respondió Musk. “Si perdemos de vista el objetivo, el despilfarro y el fraude volverán con fuerza”. “¿Pueden entonces los demócratas dogear el DOGE cuando vuelvan al poder?“, inquirió Watters. ”Estamos trabajando para que cueste mucho reiniciar el derroche causado por el fraude, así que al menos eso lo frenará“, contestó el multimillonario.
No está claro si la motosierra rugirá de igual manera sin su ideólogo a los mandos. Tampoco, quién guiará ahora a esos muchachos. David Sacks, “zar cripto” de la Casa Blanca y amigo de Musk, declaró hace un par de sábados en su podcast que ahora es el turno de los políticos de Washington. Habló concretamente de “esos viejos toros del Congreso”. Y, la verdad, no parecen muy listos para embestir: todo indica que el Capitolio, cuyas dos cámaras llevan años gravemente enfermas de gangrena legislativa, no será capaz de sacar adelante iniciativas tan impopulares.
El DOGE ha puesto en apuros a muchos congresistas republicanos, que han presionado a Musk para que los recortes no afecten a los suyos después de vérselas en reuniones por todo el país con votantes airados (un 80% de los poco más de tres millones de funcionarios federales viven fuera del área de Washington). La semana próxima, el multimillonario tiene prevista una visita al Capitolio para estudiar con los líderes del partido en el Senado y en la Cámara de Representantes cómo convertir en ley los recortes de su departamento hechos desde enero.

Este sábado, mientras continuaban las manifestaciones contra el hombre más rico del mundo convocadas en torno al Primero de Mayo por todo Estados Unidos, a Musk lo esperaban en Boca Chica, una playa salvaje en el extremo más oriental de Texas. Allí está Starbase, el cosmódromo desde el que SpaceX lanza sus cohetes al espacio. Allí también fijó el empresario su residencia tras mudarse de California durante la pandemia, desencantado con las “políticas woke” estatales.
Desde 2021, aspira a que ese lugar se convierta en una ciudad autónoma llamada Starbase. Es mucho decir: se trata más bien de un polvoriento cruce de caminos a orillas del Golfo de México con un puñado de casas unifamiliares cuyos dueños originales fueron vendiendo tras la instalación de la base y de un campamento de roulottes de aspecto retrofuturista que usan los ingenieros de la compañía.
Había pocas dudas de que la idea saldrá adelante: el censo suma 283 vecinos y casi todos trabajan para el mismo patrón. Después de su fallido intento de intervenir en las últimas elecciones al Supremo de Wisconsin −ganaron los demócratas, pese a que el magnate las regó con millones de dólares− esa victoria tal vez sirva de consuelo a Musk en su gira de despedida de la política. Sin duda, un magro consuelo: no pudo conquistar Washington, pero sí hacerse con Boca Chica.
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