Como se ha dicho tantas veces sobre distintos caudillos latinoamericanos, José Mujica vivió como si fuera inmortal. Y todos de algún modo llegamos a creerlo. Era tan fuerte su aferramiento a la vida en sus últimos años, suscitado sobre todo por su comunicación diaria con la naturaleza, que no puede resultar extraña esta sensación de vacío para aquellos que lo conocían de verdad. Hoy nos falta alguien y lo sentimos en la piel.
Entre el encono –a veces el odio– y el endiosamiento, la figura de Mujica no deja a nadie indiferente. Como era de esperar, ni siquiera hoy su figura genera unanimidades ni adhesiones masivas incontestadas, aunque la inmensa mayoría, incluso aquellos que fueron sus enemigos, tampoco pueden ocultar su conmoción.
Sobre sus condiciones de gobernante, siempre hemos sabido que a Mujica no le gustaba mandar y menos gestionar. Sin duda ese no era su fuerte. Le costaba administrar sus emociones, odiaba el cálculo y su verborragia cotidiana a menudo lo hacía olvidar aquel aserto sabio sobre que un gobernante también gobierna cuando habla. Sin embargo, era muy pragmático, sabía negociar y “tenía marcha atrás”, como él mismo reiteró tantas veces. Desde una sintonía inigualable con los sectores populares y desde el coraje de sus convicciones, “genio y figura hasta la sepultura”, pudo apoyar y aun encabezar propuestas que inicialmente no solo no compartía sino que ni siquiera estaban en su libreto. Un ejemplo de ello es esa agenda de nuevos derechos (regulación de la marihuana, despenalización del aborto, matrimonio igualitario, etc.), cuyo liderazgo intelectual e ideológico se le atribuye, con error, desde fuera de fronteras. Era generalmente desprolijo en la tramitación de los asuntos y no se ajustaba casi nunca a un plan. Empero, a veces sabía descubrir opciones y actores capaces de sustentar emprendimientos históricos. Su principal convicción tenía que ver con la sabiduría final del pueblo, la necesidad imperiosa de faenas colectivas, de autorías plurales y procesos largos.
A menudo explicaba de la siguiente forma su concepción del gobierno: “gobernar es crear las condiciones del Gobierno”. ¿Lo hizo? En ciertos aspectos medulares sí: tuvo un muy buen diálogo con empresarios y trabajadores; aun con vaivenes tuvo un buen vínculo con sus opositores; logró respaldo popular amplio para medidas osadas (como la lucha frontal contra el narcotráfico o la continuidad y aun profundización de políticas sociales inclusivas); quebró muchos esquemas instalados en la izquierda más dogmática; se volvió símbolo de una visión alternativa sobre el desarrollo y el consumismo a nivel global, con su extraña capacidad de comunicación. Odiaba el protocolo y le encantaba dinamitar esas solemnidades tan poco republicanas que rodean a los presidentes y que más de uno confunde con la fuerza de las instituciones.
Con su forma de vivir en coherencia entre lo que decía y lo que hacía, incluso desde opciones especialmente controvertidas, revitalizó la legitimidad de la política, no solo en Uruguay sino también en su inesperado impacto internacional. Probó con creces que es muy sano que un presidente no se crea un “monarca electo” y que viva como la mayoría de su pueblo. Supo personalizar una visión republicana desde la que combinó realismo con propuestas simples pero hondas, como en su condena al consumismo o en su defensa de un uso más sensato de la libertad y del tiempo. Con su historia tan insólita y su estilo inimitable, probó una de las máximas más exigentes con las que el Uruguay gusta identificarse: “nadie es más que nadie”. Supo tener la suficiente convicción para seguir siendo él mismo, en el error o en el acierto, en circunstancias y ámbitos totalmente disímiles, desde las largas charlas en su chacra o en las plazas, hasta su comparecencia en Naciones Unidas o en Río+20. Sus niveles de popularidad han sido siempre mejores que los de la aprobación de su gestión, más afuera que dentro de fronteras. Tal vez allí esté la clave de su legado: la de un político con luces y sombras que supo priorizar como nadie su sintonía con los sectores populares, viviendo como ellos por libre opción, no por imposición religiosa o ideológica, sin tener que impostar nada.
Pero la historia sigue y Mujica ya ha dicho que no se va sino que “está llegando”. Desde hace varios años, en particular luego de su presidencia (2010-2015), sin dejar nunca de protagonizar y militar en la política nacional, Mujica se fue orientando cada vez más a los temas regionales e internacionales. Constituía una de sus principales preocupaciones desde su juventud. Pero su protagonismo en la guerrilla, su larga y terrible prisión, la construcción de su liderazgo en lo nacional, todo ello hizo que sus ideas sobre los temas internacionales quedaran un tanto opacadas y postergadas. A partir de su presidencia, su figura adquirió inesperadamente una fuerza viral en las redes del mundo, algo que no deja de asombrar en una persona que como él nunca manejó ni siquiera una casilla de email.
Un “Quijote disfrazado de Sancho Panza”, como lo definió el antropólogo uruguayo Daniel Vidart, era un hombre muy culto, como puede percibirse en la intensidad de sus lecturas. Sus carceleros lo sabían bien pues entre las torturas que eligieron estuvo la de impedirle leer, lo que lo llevó a los bordes de la locura. Pero debe decirse que muchas de sus principales ideas provenían de su compromiso directo y cotidiano con la naturaleza desde su condición de “agricultor”, que siempre ostentó con particular orgullo. Ambas dimensiones le permitieron ser un observador muy calificado y singular, que hablaba con fundamento sobre los grandes asuntos del mundo desde su humilde chacra de las afueras de Montevideo, encontrando signos y metáforas extraordinarias sobre lo que pasaba a nivel global desde la lectura atenta de los clásicos y en su atalaya arriba del tractor. Desde un habla popular, su extensa vida lo hizo en muchos aspectos un sabio que además sabía decir, tenía el don de la palabra. “Terrón de tierra con patas”, desde allí pudo encontrar de forma más completa lo que llamaba “el misterio maravilloso de la vida”. Así pudo entender y explicar los peligros medioambientales globales desde su observación atenta de cómo parían las yeguas, de cómo variaban sus costumbres los pájaros, de lo que pasaba en los árboles y plantas que rodeaban su rancho.
El que fue un duro guerrillero finalmente encontró el sentido de luchar contra las visiones dogmáticas y confrontacionales a través de vías que había despreciado antes de sus prisiones, que fueron cuatro pero desde las que se fugó dos veces. Contrariando la opinión de muchos compañeros, siempre dijo que había llegado a ser presidente “no por ser tupamaro sino a pesar de serlo”. Fue así que buscó comprender a los que pensaban más distinto, de quienes sabía aprender; perdió el miedo a decir lo que pensaba, aunque eso lo ubicara como “enemigo del pueblo” o como transgresor de todas las reglas de lo políticamente correcto. Todo esto lo volvió “viral” en ese mundo digital que él sabía que no era el suyo. Cuando le preguntaban sobre su popularidad a nivel internacional él siempre aludía a que debía ser consecuencia de “lo mal que andaba el promedio mundial”. Tal vez esa misma franqueza fue lo que lo hizo tan irrepetible y gravitante.
Mujica, aunque no le gustara, fue un ejemplo de vida y de resiliencia. Incluso a su pesar. Es difícil encontrar a alguien que amara más la vida que él. Insistía en que no creía en Dios, pero cuando hablaba de la Naturaleza y de los seres que poblaban los campos de su chacra, no cabía duda que allí anidaba un muy fuerte sentido de trascendencia. Dijo muchas veces que le gustaría morirse como uno de los “toritos” pequeños que habitaban el campo, sin estrépito ni ceremonia. Eligió el lugar en que quería que sepultaran sus cenizas: en una araucaria cercana a su rancho, al lado de la parcela en donde enterró a Manuela, su mítica perra de tres patas. Allí seguramente lo acompañarán también los restos de Lucía, su compañera de una travesía que se parece mucho a un viaje excepcional, casi homérico.
Sabía muy bien que portaba una vida difícil. Era hijo de su historia y tozudamente no borraba sus huellas, aunque le pesaran demasiado muchos recuerdos. Creo que sin duda el Uruguay perderá mucho con su muerte. Pero él siempre dijo que su principal afán estaba en que los jóvenes tomaran la posta y no dejaran de luchar por causas solidarias, distintas a las suyas y en especial sin cometer sus errores, pero hermanados por el compromiso con los otros, con la obsesión de que “nadie quede atrás”. Por supuesto que hay un futuro sin Mujica. Es por lo que siempre luchó.
Comentarios