Pepe, el tío de Jorge F. Hernández, nunca salió de Guanajuato. “Bueno, una vez a Laredo”. No le hizo falta dejar su tierra natal para inventarse —y narrar con exquisito detalle— los mundos exóticos que se desplegaban más allá. Era un mentiroso, pero no uno cualquiera: “Mi tío Pepe era un mitómano maravilloso, porque te inventaba todo el universo. Hablaba de París como si hubiera vivido en París, te decía qué comer. A mi papá le dijo incluso en Estambul el nombre de un güey que vendía tapetes. Eso es literatura. Eso es otra dualidad. No es lo mismo decir mentiritas a ser mitómano. Lo supo Cervantes. Lo supo García Márquez. Y yo quise aprender a jugar con eso”.

Y para aprender, Hernández (Ciudad de México, 62 años) escribió Alicia nunca miente (Alfaguara), su última novela, una reflexión sobre el embuste a través del amor entre una mujer que no puede mentir y un hombre obsesionado con buscar siempre la verdad. Hernández se confiesa un poco como su tío Pepe: un mitómano. “Yo heredé mucho de eso. Pero diría una palabra que más bien es la que aprendí en las memorias de García Márquez, que de niño lo diagnosticaron sus tías y su abuela como aumentador. Eso lo detectas desde muy chico. Gabo era aumentador y yo también”.

Fue su abuelo Pedro el que le diagnosticó, cuando el niño Hernández, recién llegado a Guanajuato tras una infancia en Estados Unidos, contaba que había visto dragones aterrorizando vecindarios, que eran en realidad las lagartijas que se cruzaban en su camino y el de su primo. “Fíjese, mi amigo, que eso son mentiras. Y usted puede vivir de eso si lo convierte en literatura”, le encaminó el abuelo, antes de que se adentrara a una vida de engaños en el mundo de la política o la empresa y acabara con sus huesos de aumentador en el Altiplano.

La novela es breve porque Hernández quería un libro que se leyera rápido, “un golpe de efecto” sobre la mentira en estos tiempos en que la verdad ya no es lo que era. Es una obra de “dualidades”, dice, empezando por su estructura en dos partes repartidas en dos de las ciudades que han compuesto su biografía: la primera mitad, en Ciudad de México; la segunda, en Madrid, de dónde acaba de salir tras residir una década, ser agregado cultural de México en España y regentar Pérgamo, la librería más antigua de la capital española, fundada en 1946 y rescatada al límite del cierre por Hernández y un misterioso socio gallego-mexicano.

En sus viajes por España entendió a Cervantes y su Quijote, otro mitómano como él: “Cuando vas a La Mancha, alquilas un coche, se jode el clima, son 42 grados a la sombra, te estás cagando de puto calor y por primera vez ves los molinos de viento, si le metes un poco de salsa, sí puedes decir: ‘Qué monstruo es ese, cabrón’. Yo, por ejemplo, vi las placas solares en la carretera de Córdoba. Nunca las había visto y dije: ‘Wow, La guerra de las galaxias, cabrón, es la escena fantástica de la batalla en la nieve’. Claro, mis hijos me dijeron: ‘Oye, papá, ya, ¿no?.’»

Un poco su mismo viaje hace Adalberto, el protagonista de su último libro, que aterriza en España persiguiendo el amor y descubre, contra sus creencias, que allí también se miente, que el engaño no solo forma parte de la idiosincrasia mexicana apuntalada por las décadas de gobiernos del PRI. “Pedro Sánchez podría enojarse, pero hay muchas cosas en las que han caído los tótems de la izquierda española, lo que fue el PSOE, que a mí me recuerdan el PRI”, dispara.

Terminada su etapa española, Hernández planea sus próximos rumbos. Fantasea con la idea de instalarse en el Guanajuato familiar, siguiendo también los pasos de uno de sus referentes literarios, Jorge Ibargüengoitia. Mientras tanto, ya ha comenzado a escribir sus siguientes obras: en sus cuadernos anota incesantemente esbozos de historias, cuentos, dibujos o quizá alguna idea para sus columnas en EL PAÍS. Uno se pregunta cómo es posible que escriba tanto sin que se le agote la imaginación. Él terciará: “Porque soy bastante aburrido”. Y también: “Hay una enfermedad mental dentro de la vocación de escritor”.

El día que Alicia nunca miente salió de la imprenta, un nombre apareció en su cabeza y ya no se fue: Ulises Romero. No estaba seguro de si era alguien que alguna vez conoció, algún compañero, algún amigo de Madrid. Al final fue, más bien, un álterego. “Resultó que en realidad es un personaje. Entonces llevo tres meses escribiendo las andanzas de Ulises Romero. Un orate de la Ciudad de México: medio gordo, de bigote, con gafas transparentes”.



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