A las citas de muy alto voltaje emocional hay que presentarse ya bien llorado de casa, puesto que en estas ocasiones verdaderamente señaladas ni el mismísimo Putin tendría posibilidad de fundirnos los plomos. Pero con Sabina es imposible agotar todas las lágrimas de antemano, así que alguna terminará por aflorar a lo largo de las dos horas de ese testamento escénico en que se ha convertido su Hola y adiós, la gira con la que, salvo tentación postrera en dirección contraria, ha decidido el de Úbeda apearse de las tablas.

Conste que también en los adioses hay categorías, porque no todos los amores son igual de intensos. Y este lunes, el primero de sus ocho conciertos en el madrileño Movistar Arena era ocasión cantada –sin ánimo siquiera de jueguecitos de palabras– para que el graderío se emplease a fondo con los abrazos que cortan la respiración, los estribillos desgañitados y los lacrimales que chorrean a destajo. 12.000 almas amanecerán este martes en Madrid con principio de afonía, por si alguno se anima a ejercer de sagaz detective entre los compañeros de la oficina.

Hay algunas convenciones que debemos asumir de antemano en las citas con el otrora Conde Crápula, hoy un hombre comedido y sentimental hasta los tuétanos, dispuesto a confesarle desde la primera canción a su parroquia matritense la deuda infinita que tiene contraída con la Villa y Corte. “Esta es la ciudad a la que le debo absolutamente todo lo que soy, incluidas mis canciones”, proclamó tras abrir boca con Yo me bajo en Atocha, de lejos la más excepcional de sus odas capitalinas y la única novedad respecto a los conciertos previos, en los que arrancaba con esas Lágrimas de mármol relegadas esta vez a la segunda posición. Para entonces debemos ir acomodando ya el oído a ese timbre áspero que le han legado los muchos trienios de cotización, esa confluencia de lija, alquitrán y absenta que desafía cualquier convención auditiva y apela a una magnanimidad por lo demás inexcusable. Pero aunque no haya Lizipaína suficiente en las boticas para paliar semejante carraspera, a don Joaquín se le quiere tanto que la poesía siempre sale victoriosa frente a las limitaciones mundanas. Y Sabina nos ha ayudado tantas veces a comprender la vida, o cuando menos a digerirla, que seguiremos experimentando bajo su tutela cuantos escalofríos sean precisos.

¿Cómo escoger repertorio cuando se afrontan los últimos cánticos tras casi medio siglo de oficio? Sabina le habrá dado sin duda muchas vueltas a ese dilema, pero la resolución de tan endiablado sudoku resulta un tanto decepcionante: no hay ninguna elección inesperada entre los 21 títulos designados para que caiga el telón, y ese empeño por amarrar el resultado, ese cerocerismo tan poco colchonero, no es lo que esperaríamos de una institución musical con sus buenas doscientas y pico canciones para sacar de la chistera, o del bombín. Está feo comparar, porque mencionaremos a renglón seguido a otros dos autores de currículo superlativo, pero tanto Serrat como Perales se lo curraron más a la hora de rebuscar melodías en sus últimas comparecencias frente a los focos. Y luego está esa cosa tan extraña –casi incomprensible– de entregar una canción inédita para conmemorar esta gira postrera, la dignísima Un último vals, y endosárnosla en forma de videoclip antes de que comience el concierto propiamente dicho. ¿De verdad? De verdad.

Concierto de Joaquín Sabina en el Movistar Arena de Madrid.

Queda otro argumento para la discrepancia, y es ese nuevo “arreglito” (el calificativo es sabiniano) con el que el bardo de Tirso de Molina procura insuflarle nuevo aliento a Calle Melancolía. 45 años contemplan esos viejos adoquines, testigos del seguramente primer ejemplo de poética sublime en la docena y media de álbumes que constituyen el legado joaquinista. Pero nada mejora en tan célebres aceras, engalanadas o embadurnadas ahora, como principal novedad, con unas redundantes pinceladas de flauta que solo merecerían acomodo en la playlist del Colegio de Odontólogos.

Formuladas las objeciones, nos queda ya por delante ejercer como fedatarios de las enormidades. Habremos escuchado muchas más de 500 noches esas Noches de boda con alma de ranchera o esa balada expandida e inaprensible que responde al título de Y sin embargo, pero no hay manera de difuminar el asombro ante una escritura que consagra la cuadratura del círculo. Y tendremos que convenir, como el propio Sabina ratificó sin asomo de jactancia, que esos Peces de ciudad siguen glorificando lo más elevado de su repertorio, lo que nos obliga a colocar aquel regalo a Ana Belén entre lo mejor que le ha sucedido a la música popular en español en toda su historia.

La banda, cualificada y rodadísima, le funciona a Sabina como un reloj suizo, así que el jefe de filas aprovecha de cuando en cuando las excelencias de la escudería para reposar entre bambalinas mientras asumen la voz cantante Jaime Asúa (Pacto entre caballeros), Mara Barros (Camas vacías) y Antonio García de Diego, institución venerable de nuestro pop y vocalista mejor que bueno para La canción más bonita del mundo. El jefe retoma los bártulos con Tan joven y tan viejo, ese autorretrato empapado de nostalgia infinita con el que aborda una recta final ante la que, ahora sí que sí, solo nos queda margen para la claudicación. Joaquín no se levanta siquiera de su taburete, pero musita unas “Gracias, gracias” pudorosísimas mientras quienes no quieren sentarse son sus 12.000 feligreses.

Tendremos que ir buscándonos ya otro perro que nos ladre, como en el fiestón final de Princesa. Y aunque la resignación sea virtud muy cristiana, quede aquí constancia agnóstica y escrita de que nadie reprenderá al poeta en el hipotético caso de que dentro de un tiempito, por lo que sea, el cuerpo le pida hacerse un miguelríos.



Source link