Un inglés converso al catolicismo dejó dicho que está muy bien entrar en la barca de Pedro, pero que quizá sea mejor no bajar a ver cómo funciona la sala de máquinas. Los cónclaves, que ofrecen una mezcla en extremo fascinante de teología y sedas, de mundanismo y paráclito, parecerían refrendarlo: en este último no han faltado bulos (contra Parolin), vídeos instrumentalizados (contra Tagle) y hasta un completo dosier contra el cardenal Prevost, que no le ha impedido reinar ya como León XIV. Para elegir a uno de los papables menos obvios, sin embargo, solo se han necesitado las mismas votaciones —cuatro rondas— que para elegir a un papable tan cantado como Ratzinger. Así, nos hemos hartado a hablar de divisiones en la Iglesia, pero hay comunidades de vecinos en Sanchinarro que ya quisieran para sí la capacidad de acuerdo sobre los horarios de la piscina que el Sacro Colegio Cardenalicio para elegir al sucesor de Pedro. Puede pensarse que los electores tenían justamente la presión de no eternizar el cónclave para no manifestar sus diferencias ante el mundo. Pero también puede pensarse que, ante la terribilità del Juicio Final de Miguel Ángel, tantos de esos septuagenarios estaban quizá menos pendientes del tuit que de sus responsabilidades de ultratumba. Como fuere, el mensaje de unidad ha sido tan positivo como era necesario.

Y se ha obrado con singular finura: Prevost, sin arrebatar a nadie, no se ha ganado las deploraciones de —casi— ninguno. Tiene las garantías teológicas que se le suponen a un hijo de san Agustín, sin ser un papa doctor ni teólogo. Tiene experiencia misional, experiencia de gobierno en diócesis y también experiencia de pastor en su propia orden. Y en su propia biografía hay resonancias para todos: conoce Estados Unidos y la América hispanohablante, es de país rico con experiencia en tierras pobres y, aguas arriba de su familia, están también Francia y España. Un católico estadounidense que habla español: Trump —un hispanófobo rodeado de católicos— aún debe de estarlo procesando.

Apelaciones constantes a la paz y algo más que un guiño a la sinodalidad: la primera alocución de León XIV ha tenido un claro regusto de continuidad francisquista. Pero no deben de faltarle ambiciones a Prevost cuando ha elegido el nombre que ya parecía haber desgastado para siempre un papa tan poderoso como León XIII: un pontífice identificado con la suma ortodoxia, y a la vez un innovador —suya es la Rerum novarum— que puso las bases de la sensibilidad y el pensamiento social de la Iglesia, tuvo dones de diplomático en un momento de guerras culturales stricto sensu y cuidó el jardín académico de la Iglesia hasta fichar a John Henry Newman. Así, es un papa que hace gestos a todos, en una Iglesia donde conviven Sarah y Hollerich, Teresa Forcades y Federico Trillo, monjas uruguayas progresistas y británicos que redescubren el tradicionalismo. Se ha querido un papa sanador para que las luchas doctrinales queden en un segundo plano y la Iglesia siga siendo una Babel que a su manera funciona.



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