Sarah Wynn-Williams estaba trabajando en su escritorio, en la oficina de espacios abiertos donde todo el mundo se mezclaba en una especie de risueña hospitalidad, con máquinas gratuitas de café y refrescos, tarros de chucherías, grifos de los que manaba a voluntad vino espumoso italiano, cuando oyó un golpe como de alguien que se desplomaba y luego gritos y jadeos. Cerca de ella, una empleada se estaba retorciendo en el suelo, víctima de un probable ataque de epilepsia, los ojos desorbitados, una espuma blanca de saliva en la boca. Al ir hacia ella queriendo auxiliarla, observó que nadie a su alrededor parecía advertir lo que estaba sucediendo. La gente de la oficina, en su mayoría hombres y mujeres jóvenes muy cualificados, con ese aire informal favorecido por las empresas tecnológicas, siguió absorta en las pantallas de sus ordenadores y de sus teléfonos, sin que los gritos y las patadas y golpes que la mujer daba contra el suelo y los muebles les hicieran volver instintivamente la cabeza.
La escena sucede hacia 2015 en Silicon Valley, en la sede corporativa de la compañía que entonces se llamaba Facebook. Sarah Wynn-Williams, directora de políticas públicas, consiguió llamar a una ambulancia para que la mujer fuera atendida, pero nadie de la sección de personal llegó a decirle su nombre ni se hizo responsable de ella. Y Wynn-Williams se preguntó una vez más durante cuánto tiempo podría seguir trabajando en una empresa en la que el colapso de un ser humano no hacía que alguien emergiera durante al menos unos segundos de su burbuja de ensimismamiento y ambición competitiva. Al cabo de siete años en Facebook, su determinación de marcharse quedaba siempre frenada por el miedo a no encontrar pronto otro trabajo y, por lo tanto, a perder el seguro médico. Tenía dos hijas pequeñas y había sufrido graves hemorragias cuando nació la segunda. El día del parto, ya en el paritorio, su marido había tenido que arrancarle de las manos el portátil en el que seguía respondiendo alguno de los mensajes urgentes que estaban enviándole siempre sus superiores, entre ellos Mark Zuckerberg, el más exigente de todos.
A ella y a todo el mundo que tenían a su servicio, Zuckerberg y sus máximos ejecutivos la trataban con el mismo desprecio que sentían hacia la mayor parte de los seres humanos, los miles de millones situados muy por debajo de ellos, a los que extraían sus datos y violaban sus intimidades para amasar montañas inconcebibles de dinero, a costa de lo que fuera, alentando adicciones destructivas y campañas de odio y mentira que se volvían más rentables cuanto más se expandían. Sarah Wynn-Williams encontró la manera de calificarlos en un pasaje de El gran Gatsby, cuando el joven Nick Carraway vuelve a encontrarse con Daisy, el amor perdido de Gatsby, y su marido, el brutal Tom Buchanan. “Eran gente despreocupada”, dice Nick, en la traducción de María Luisa Venegas. “Destrozaban cosas y criaturas y luego se refugiaban en su dinero o en su vasta despreocupación o en lo que fuera que los mantenía unidos, y dejaban que otros limpiaran el destrozo que habían causado…”.
La cita está al principio del libro que Wynn-Williams publicó hace unos meses, Careless People, una memoria de sus años en Facebook que sus antiguos patronos han hecho todo lo posible por boicotear, incluso solicitando judicialmente su retirada de las librerías. Ya Delia Rodríguez llamó la atención sobre el libro en estas páginas. Zuckerberg, admirador de emperadores antiguos y ahora cortesano del aspirante a autócrata Donald Trump, alega siempre que la libertad de expresión está por encima de cualquier límite que la decencia o el respeto a la verdad pudieran imponer a su red antisocial, pero sus abogados y sicarios están haciendo todo lo posible por evitar que el libro de Wynn-Williams se difunda, y por desacreditarla personalmente a ella, llegando al extremo de acosar con llamadas intimidatorias a periodistas que iban a publicar reseñas.
Como en todas las historias de gente enajenada por un poder excesivo, en Careless People se alternan lo grotesco y lo trágico, la máxima banalidad y el horror. En su jet privado Mark Zuckerberg se alimenta de hamburguesas de McDonald’s y cubos grasientos de Kentucky Fried Chicken, pero cuando ve que otros milmillonarios se ufanan de sus sofisticaciones gastronómicas elige solo restaurantes con tres estrellas Michelin en cada capital que visita. Adopta el corte de pelo del emperador Augusto y llega a tanto su admiración por el mundo romano que encarga una estatua de cuerpo entero de su mujer imitando la de una emperatriz. Sarah Wynn-Williams le dice que va a acabar pareciéndose al Ciudadano Kane de Orson Welles, y de inmediato teme haberlo ofendido, pero por la mirada y el gesto inexpresivo de él se da cuenta de que no le suenan ni el nombre del director ni la película. En un viaje a Colombia, le organiza un encuentro oficial con el presidente Juan Manuel Santos, pero tiene que llamar al palacio presidencial para que se retrase la cita de media mañana porque Mark se levanta tarde y no tiene humor para hablar con nadie antes de las 12. En los viajes del jet privado el equipo directivo se distrae con videojuegos, y Mark gana siempre; pero si un subordinado se descuida y le hace perder, Mark se enrabieta y lo acusa de hacer trampas.
El joven pálido y torpe que se quedaba sin saber qué decir al encontrarse con una celebridad de la política se transforma en unos pocos años en una especie de impasible gurú omnipotente que en los grandes foros internacionales se ve rodeado por presidentes y primeros ministros aduladores y capaces de cometer las mayores indignidades por hacerse una foto con él. Saben que los algoritmos de Facebook combinados con la ignorancia y la irracionalidad humana pueden hacerles ganar o perder elecciones. Ingenieros de la compañía se incorporan en 2016 al equipo de campaña de Donald Trump y le ayudan a identificar con toda exactitud los peores instintos y los prejuicios de cada grupo de electores, y a explotarlas en su beneficio.
Cuanto más poderosos se vuelven, dice Wynn-Williams, mayor es su irresponsabilidad. Con la ayuda de políticos corruptos rompen las normas internacionales que haga falta para pagar menos impuestos y eludir regulaciones que limiten en algo el crecimiento de una riqueza muy superior a la de muchos países. Mark, que no bebía más que Coca-Cola, se aficiona a los vinos más caros del mundo. Nada vale nada si no es exclusivo y desmedido. En Myanmar, donde los servicios de internet solo llegan a través de Facebook, la red social se convierte en un medio de mentira y extremismo, y a continuación de matanza. En cuentas de Facebook se publican noticias falsas sobre delitos y violaciones cometidos por miembros de la minoría musulmana, y a continuación llamadas públicas al exterminio, que cobran rápidamente una sanguinaria realidad. Cada bulo que multiplica el fanatismo y el crimen aumenta los beneficios de la compañía.
Al bueno de Mark y a su núcleo dirigente, lo que ocurra en esos países de hojalata (tin pot countries, dicen) no les merece la menor atención. Ingenieros muy especializados han ideado un sistema para detectar ciertas expresiones clave en las publicaciones de chicos y chicas adolescentes entre los 12 y los 17 años: sobrepeso, inseguridad, sentimiento de inferioridad, falta de atractivo. Esos datos los empaquetan y los venden a fabricantes de productos de belleza, o a proveedores de dietas dudosas de adelgazamiento, que envían a esas personas tan vulnerables anuncios a la medida de sus fragilidades. Llega un día en que Sarah Wynn-Williams se ve colmada de vergüenza y decide que tiene que marcharse. Pero no le da tiempo porque le toman la delantera y la despiden. Así ganó el derecho a no vender su alma y la libertad de no callar.
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