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Hablar sobre Francisco es tratar sobre un antes y un después en la historia de la Iglesia. Para mí, su figura trasciende el hecho de ser el primer Papa latinoamericano o el primer jesuita en la Sede de Pedro; es un padre y a la vez un hombre de fuerte personalidad. Me regaló la oportunidad de participar, con voz y voto, en el Sínodo de la Sinodalidad, y esto me permitió poder dialogar con él en varias ocasiones. Fui una de las 54 mujeres que, por primera vez en la historia, tuvimos una participación plena en un Sínodo de obispos. Este gesto, que podría parecer simbólico, fue en realidad transformador y representa bien lo que Francisco significó para mí y para muchos en la Iglesia: un Papa que, sin modificar doctrinas, cambió la realidad sobre la inclusión y el caminar juntos en la Iglesia.
Conmigo -como con la mayoría de los que le conocieron- se mostró siempre cercano, sencillo, bromista y directo. Tenía una mirada clara, una escucha genuina y unas palabras profundas. Al hablar con él, se notaba que vivía lo que decía, no hablaba de boquilla, sino de corazón. Cada encuentro fue para mí una bendición y, al mismo tiempo, un compromiso como mujer, religiosa, comunicadora y misionera digital. Francisco evitaba protocolos innecesarios; comprendía que la Iglesia necesitaba un aire nuevo y confió en nosotras, las mujeres, para aportar también nuestra parte. Tuvo el detalle de concedernos una audiencia en la Sala Clementina solo a las mujeres del Sínodo.
Su pontificado ha sido, poco a poco, una apertura para las mujeres en la Iglesia. No derribó barreras, pero sí abrió la puerta de la Iglesia a las mujeres. Nombró al menos a 10 en altos puestos vaticanos, como Sor Nathalie Becquart, subsecretaria del Sínodo de los Obispos, o Sor Simona Brambilla, como prefecta del Dicasterio para la Vida Consagrada; y otras como sor Raffaella Petrini, gobernadora del Estado de la Ciudad del Vaticano. Decía que las mujeres trabajábamos bien, y que en la Iglesia era necesario el genio femenino. Puso a mujeres en la Secretaría de Economía, la Comisión Teológica Internacional y varias instancias más, históricamente reservadas al clero masculino. Con él, la voz femenina comenzó a resonar no solo en los márgenes, sino en el núcleo de la toma de decisiones.
Más allá de los nombramientos, Francisco pronunció declaraciones que marcaron un hito. La más importante en su encíclica Evangeli gaudium, número 110: “La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones”. Repetía muchas veces que “la Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que esta desempeña”. Recuerdo que, durante las dos Asambleas del Sínodo, él solo pidió la palabra dos veces, una para recordarnos que la Iglesia es femenina y que, por tanto, la mujer es importante; la otra para hablar del clericalismo. También reconoció en varias ocasiones que “la Iglesia ha tardado en comprender el rol de la mujer” (lo dice también el documento final del Sínodo de la sinodalidad) y abogó por “una teología de la mujer” que no sea un mero añadido, sino una reconsideración profunda. De hecho, en la visita de los miembros de la Comisión Internacional de Teólogos, en 2023, les dijo: “Una, dos, tres, cuatro mujeres: ¡pobrecitas! ¡Están solas! Ah, perdón: ¡cinco! Tenemos que seguir adelante», y le invitó a “desmasculinizar” la Iglesia.
Durante el Sínodo de la Sinodalidad, una de las propuestas más debatidas fue precisamente la participación de las mujeres en los ministerios, incluyendo la posibilidad del diaconado femenino. Aunque no se llegó a una resolución definitiva, el simple hecho de que se discutiera y se escuchara fue, en sí mismo, un avance significativo. Pero no se cerró el tema; hoy continúa esa reflexión en una de las comisiones que el Papa creó en febrero de 2024.
A pesar de estos progresos, es innegable que aún queda mucho por hacer. Francisco abrió caminos, pero no todos los recorrió —ni pudo recorrer. La inclusión estructural de las mujeres en todos los niveles de la Iglesia sigue siendo una tarea pendiente. No es suficiente con valorar nuestra voz; es necesario integrarla plenamente en los órganos de gobierno y discernimiento. La Iglesia requiere no solo la presencia de mujeres en las instancias de toma de decisiones, sino también una perspectiva femenina que reforme su estilo pastoral, su lenguaje y su manera de acompañar y servir.
Y ahora, ¿qué podemos anticipar del próximo cónclave? Será crucial. Los cardenales deberán interpretar los signos de los tiempos y decidir si continúan —o no— con los procesos que Francisco inició. Existen voces que querrán frenar estas iniciativas y regresar a modelos más clericales. Sin embargo, también hay muchas que han comprendido que la sinodalidad no es una tendencia pasajera, sino constitutiva de la Iglesia, porque ya era así en la Iglesia primitiva. Y es la manera de ser Iglesia para este tercer milenio.
Por eso, el próximo pontífice no debería desandar el camino iniciado. Ojalá, además, profundice en lo que Francisco comenzó y tenga el valor de dar los pasos que aún son necesarios. Muchas mujeres en la Iglesia, como yo, no buscamos poder ni visibilidad. Anhelamos corresponsabilidad, dignidad y justicia. Deseamos servir con la misma libertad con la que lo hicieron María Magdalena, Priscila (colaboradora de San Pablo), Febe (diaconisa de la Iglesia de Cencreas) o Catalina de Siena o Hildegarda de Bingen y tantas. Aspiramos a una Iglesia que reconozca que, sin nosotras, no es posible la evangelización.
Francisco nos vio con ojos de pastor, no de patrón. Nos escuchó sin temor, nos integró sin paternalismos. Su legado es un terreno fértil que ahora requiere cuidado, valentía y coherencia. Esto solo será factible si el próximo Papa entiende que la sinodalidad no es una opción más, sino la única manera creíble de anunciar el Evangelio en la actualidad. Porque una Iglesia sin mujeres no solo está incompleta: está herida. Y Francisco, con su firme ternura, empezó a sanar esa herida.
Ahora nos corresponde a nosotras —y a quienes asuman el liderazgo— asegurarnos de que esa herida no vuelva a abrirse. Como él mismo dijo: “Las mujeres tienen el don de dar vida, de ver más allá, de comprender con el corazón… Y la Iglesia necesita de este genio femenino”.
Ese genio ya está presente. Y no se puede silenciar.
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