Ganaron mucho, perdieron suficiente, derrocharon belleza y emoción. Cuando ganar parece ser lo único que importa, es un lujo ver a un equipo que gana porque juega como si no le importara. O, quizás, un equipo que ha decidido devolver la aritmética futbolística a su razón más primitiva: que ganar consiste en hacer más goles que el de enfrente.

En un fútbol que se rige más y más por los números, lo más extraordinario de este Barcelona son los suyos: 4-3, 3-4, 4-4, 4-2, 3-3, 5-4, 4-3, 4-1, números que suenan a otros tiempos, cuando el fútbol no se basaba en ellos, cuando nadie sabía cuántos pases había dado cada equipo, cuántos kilómetros había corrido el ocho visitante. Son números de lo que más importa, el resultado, pero muestran partidos donde pudo parecer que el resultado no era lo importante. O, por lo menos, que la forma de lograrlo fue jugar como si no lo fuera.

Yo llegué al fútbol junto con el catenaccio, esa palabra italiana que significa candado y acuñó un entrenador argentino que le dio varios títulos al Barcelona a fines de 1950 y más al Inter a mediados de 1960. Yo tenía ocho o nueve años —hace ya tantos— y empezaba a seguir los partidos de Boca por la radio y a leer los comentarios de diarios y revistas y casi todos lloraban por lo mismo: que a ese “fútbol moderno” le importaba mucho más no recibir goles que hacerlos y que por eso el espectáculo se arruinaba y el público se alejaría de las canchas y todo se iría al diablo. Mostraban, para demostrarlo, los resultados de los partidos de ­décadas pasadas, números impúdicos.

Ahora el diablo sigue muy bien, gracias, pero es cierto que en estas décadas la cantinela se repitió a menudo porque la idea se repitió más todavía: “Un buen equipo se arma de atrás para adelante”, cantó algún técnico, y tararearon tantos. El Barcelona de Hansi Flick no sigue ese estribillo. En realidad, no sigue muchos de los cantitos habituales y eso es lo que le ha dado un campeonato y quizá, en unos años, un lugar en la historia.

Pedri y Lamine

El Barcelona de Flick es un equipo básicamente desequilibrado. Lo vemos: ataca como un león y defiende como un toro ciego. No es una contradicción ni una casualidad: en su sistema, descuidar la defensa, plantarla en la mitad del campo, jugarla a la moneda del fuera de juego sería el precio, a veces caro, de poder desplegar ese bloque ofensivo —marcadores de punta, centrocampistas, delanteros— precioso y preciosista, hecho de toques tan precisos, gambetas impensadas, definiciones impensables.

Y ni siquiera es tan frágil como parece. A menudo camina por la cuerda floja, pero en sus 58 partidos oficiales de esta temporada metió 169 goles —casi tres por partido— y le metieron 69 —poco más de uno por partido—. Y en la Liga metió 61 goles más que los que le metieron: la diferencia es cómoda.

Sin embargo lo vemos quebradizo. Los equipos dominantes suelen dominar sus partidos de cabo a rabo; este Barcelona ha empezado perdiendo más veces que las que querría recordar, pero suele terminar ganando por esa confianza —tranquila, sin alardes— de que nada le será imposible. Así, parece dominante aún cuando no domina nada.

En la última década todos los técnicos del Barça quisieron retomar el estilo Guardiola. Sólo que lo hicieron de una forma académica: copiar las maneras pero, de algún modo, no la esencia. Este equipo la recupera porque no la copia.

Y Flick tiene un mérito indudable. Lo demostró con la mayor prueba que puede pasar un entrenador: armar con —casi— los mismos jugadores un equipo muy superior al que le dieron. Pero, por supuesto, esos jugadores también son decisivos. Desde el joven zaguero catalán que se le atreve a todo hasta el viejo goleador polaco que no le teme a nada, pasando por los orgullosos representantes de la Masia y el infaltable brasilero, todos han sabido sintonizar en este estilo hecho de toques y gambetas, marca y desmarques, acelerón y freno, sacrificio y goce. Son muy buenos y, sabemos, son insultantemente jóvenes: si exceptuamos a la tercera edad centroeuropea, el promedio del equipo titular ronda los 23 años. Supongo que eso explica, entre otras cosas, su insoportable despliegue físico: esa manera de morder y morder, apretar y apretar, considerar que el contrario y el balón son dos cosas que deben mantenerse radicalmente separadas. Pero sospecho que nada de eso funcionaría sin sus dos piezas clave.

El Barcelona 2025 gira alrededor del mejor jugador del fútbol español actual. Si nos quedamos aquí y ahora diría que es un Modrić con 15 años menos y el mordiente que Modrić nunca tuvo; si nos alejamos en tiempo y espacio podría soltar una herejía: que nunca vi a nadie tan parecido al incomparable Juan Román Riquelme, el segundo mejor jugador desperdiciado por el Barcelona en su larguísima historia de desperdicios. Sin Pedro González López Pedri, sin su clarividencia para manejar los tiempos y los espacios, sin su presencia omnipresente, sin su derecha tiralíneas, sin su despliegue y su entusiasmo, este equipo seguramente no sería.

Y, al mismo tiempo, el Barcelona 2025 gira alrededor del que puede llegar a ser, más temprano que tarde, el mejor jugador del mundo. Lamine Yamal es un fenómeno inverosímil: uno de esos que hacen lo que nadie más hace, y lo hace más; uno de esos que le agregan al fútbol ciertos gestos que son sólo suyos. Por ahora todo es provisorio: el camino del olvido está empedrado de maravillas que no fueron. Pero Yamal ya cumplió sus primeros 100 partidos en Primera en apenas dos años. Y sus números se comparan muy bien con los de la última gran aparición confirmada. Es cierto que, en sus primeros 100, Leo Messi hizo el doble de goles, pero Lamine dio más del doble de asistencias. Y, además, cuando cumplieron sus 100 partidos Messi tenía casi 21 años; Lamine no tiene 18.

Pedri y Yamal son la síntesis, el estandarte de este equipo del desequilibrio, el despilfarro, la anticholidad, la derrota de aquel puto jefe. Lo mostraron con lujuria la semana pasada en Milán. Hubo un momento decisivo: en el minuto 92 el Barça ganaba 3 a 2 y recuperó un balón en su área. Fermín se la pasó a Pedri, más adelantado: el canario, Yamal y Raphinha cruzaron la mitad de la cancha a toda máquina, en lo que parecía un contraataque incontenible. Pero unos pasos después Pedri se detuvo, dio una vueltita, miró atrás, retuvo la jugada. Su idea era evidente: alcanzaba con que su equipo mantuviera el control durante dos minutos más y la final estaba asegurada. Se la pasó a Lamine, más escorado a la derecha, y le pidió que se la devolviera para seguir bailando. Pero el chico no pudo con su genio, encaró hacia el arco italiano y soltó un pelotazo que pegó en el palo. Podría haber sido el gol definitivo, el fin perfecto de su gran principio. En cambio permitió que el Inter recuperara la bola y la metiera, 40 segundos y seis pases después, en el arco del Barça.

Ese minuto sintetizó a este equipo. La ambición, la inteligencia y la genialidad —que a veces chocan—, el orden y el desorden —que a veces confluyen—, la belleza y la desesperación, alguna forma menor de la grandeza. Es, en cualquier caso, lo más lindo de mirar que tiene el fútbol estos días. Una moneda al aire que a veces da la cara y otras la cruz pero deslumbra, mientras vuela, con ese brillo que, se diría, irradia casi sin querer. En un mundo donde lo que importa es la cara o la cruz, es un lujo ver esa moneda y desear que nunca llegue al suelo.



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