Josep Lluís Núñez, cuya particular manera de ver el mundo conviene evocar de vez en cuando, aunque sea para saber de dónde venimos, se refirió una vez a Barcelona como esa ciudad que lleva el nombre de “nuestro club”. Quizá no lo expresara con la mayor precisión, pero hablaba del vínculo que se establece a veces entre el fútbol y las comunidades que lo acogen, con más o menos generosidad, prestándoles el nombre. Un club (o varios), una ciudad. El problema es que todo ese universo en el que se desarrolla este negocio se instaló en una dimensión paralela, encerrado en el estadio —donde hay que pedir una hipoteca para pagarse una entrada— o, a cal y canto, en algún oscuro reservado de discoteca. A veces, como en la NBA, parece que los clubes sean franquicias, intercambiables de un lugar a otro, con esas canchas interespaciales y una molesta mascota saltarina. El jueves, en las celebraciones del Barça, se rompió esa especie de cuarta pared urbanística y social y el club le habló directamente a su ciudad.
El fútbol moderno se fue alejando progresivamente de los aficionados. También de los medios, que permitían acercarlo. Cuando todas las empresas buscan tener seguidores, los clubes comenzaron a tratar a los suyos como clientes. Es casi imposible establecer vínculos entre la vida de los jugadores, con sus sueldos, sus bólidos y sus costumbres, y la de sus aficiones. Nadie sabe qué hacen realmente esos tipos, lo que sienten. Y entonces va Marc Casadó y se baja andando a Canaletas para celebrar la Liga con el resto de aficionados. La imagen es potente, real, y devuelve a la gente la ilusión con la que ha seguido a su equipo durante el frío invierno (en el caso del Barça, cuatro seguidos). El jugador es el primer aficionado, uno de los nuestros.
La cantera explica muchas cosas. Pero esa misma noche, Dani Olmo, Iñigo Martínez, Pedri y Eric García, que, al parecer tienen el carné del servicio municipal de bicicletas (a mí me costó un año sacarlo), alquilaron uno de esos artefactos rojos y se fueron pedaleando a ver a su colega Ferran, que está en el hospital recién operado de apendicitis y no había podido celebrar el título. Los aficionados que les veían pasar alucinaban. Y así nos dimos cuenta de lo que ya sabíamos. Los hinchas, quizá eso sea también el famoso empoderamiento, reniegan hoy de ese estúpido sueño aspiracional y ya no quieren ser como sus ídolos, sino que los futbolistas sean como ellos. El mejor jugador de la temporada tiene 17 años, es de una barriada de Mataró, es hijo de dos inmigrantes que vinieron a España a buscarse la vida y habla catalán: el perfil demográfico más común en Cataluña. Un espejo real, aunque a algunos no les guste.
Lo de Canaletas el otro día no es nuevo. Daniele De Rossi, capitán de la Roma, vivía en el centro de la ciudad, festejaba en la calle los títulos y terminó su carrera en el Boca Juniors, club del que siempre fue aficionado. Algunos jugadores del Athletic de Bilbao, con Iker Muniain a la cabeza, se fueron a la calle a festejar la Copa del Rey de 2024. Las imágenes, en las que aparecían bailando con los aficionados, fueron celebradas como una de las especificidades del club vasco, pero responden también a un fenómeno generalizado, la búsqueda de realidad en un espectáculo cada vez más impostado: en la grada y en el campo. El propio Muniain abandonó el club la temporada siguiente y se fue a jugar al San Lorenzo de Almagro —el club del difunto Bergoglio— perdiendo dinero, y ganando verdad. Quizá, en su caso, demasiada. El club, contó Muniain hace poco, lleva meses sin pagar a sus jugadores. También eso ocurre en la vida real.
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