El fútbol es una ficción compartida como la religión o la patria, funciona porque nos creemos un relato. El Real Madrid perdió la final de la Copa del Rey. ¿Y qué? Es tan grande el peso de su narrativa que el Madrid gana hasta cuando pierde. Por muy dolorosa que sea una derrota, por mucho ruido que provoque, no puede borrar lo que está escrito en piedra.

La imagen se construyó con un espíritu competitivo a estas alturas casi mitológico; gestas europeas y remontadas que se encuentran en cualquier página de su historia, desde el Madrid de Di Stéfano hasta el Madrid de los Garcías. Hablo de conquistas, pero también de reflejos emocionales que elevaron el orgullo y se instalaron para siempre en el imaginario.

Una tradición de victorias que ha alimentado un relato de superioridad que, en su momento, confirmó la FIFA consagrándolo mejor club del Siglo XX. Su condición de club centralista lo asocia al corazón político y económico de España, lo que sirvió para amplificar la percepción de club con poder, no siempre para bien. Todo contribuyó a que percibamos al Madrid como un club de indiscutible autoridad a nivel nacional e internacional. Por eso se lo ama y por eso se lo odia. Dos maneras de admirarlo.

Por eso sorprende que, últimamente y desde el mismo club, percibamos una tendencia que amenaza con erosionar esa narrativa: el victimismo. No sostener el relato de la de proyectar una idea de fortaleza a proyectar una de vulnerabilidad. Seguramente moviliza emocionalmente a muchos aficionados, pero erosiona el aura de invencibilidad que ha sido su marca histórica.

El victimismo no solo tiene efecto en el imaginario colectivo, sino que se filtra en el vestuario con un efecto exculpatorio corrosivo. Una fuga de responsabilidad que es contraproducente para la hipercompetitiva cultura de la élite deportiva. En el Madrid la autoexigencia es casi religiosa y no puede ser devaluada por la tentación de justificarse. Si las razones de las frustraciones las encontramos fuera, dejamos de juzgarnos dentro con honestidad profesional. La mejora continua es un reto al que hay que despojar de cualquier excusa.

No se puede normalizar el victimismo sin pagar un precio competitivo y moral. Se puede entender que se le ponga acento a un error puntual. O a una torpeza, como la inclasificable rueda de prensa de los árbitros el día antes de la final de Copa. Pero esa sensación de sentirse perseguidos, de denuncia permanente, de sospecha institucional hacia todos los organismos, desenfoca la narrativa del club y la profesionalidad de los jugadores. Desde que se inventaron las excusas se terminaron los errores, me dijo un día un médico deportivo, ante un cáncer conductual de estas características.

Si el club se siente víctima de una maquinaria hostil, no puede extrañar que Rüdiger pierda la cabeza al final de un partido y que algunos jugadores salgan de su perfil por entender que son víctimas de un ecosistema que no les deja triunfar. Hasta Ancelotti, siempre ejemplar, dice que no quiere hablar de los árbitros, pero… El pero insinúa injusticias, no asume responsabilidad directa en los errores y pone bajo sospecha al fútbol mismo.

Sustituir la discusión técnica por una emocional sirve a los aficionados una excusa lista para ser repetida y deja la percepción de que el Madrid juega en desventaja. Relato cómodo, pero peligroso. Si hemos perdido cuando hemos perdido fue, sobre todo, porque fuimos peores. Hay que trabajar con humildad para que no se vuelva a repetir. Como hizo Di Stéfano, como hicieron los Garcías, como cuenta la historia.



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