El silencio aceptado en el seno de muchísimas familias alemanas tras la II Guerra Mundial ha marcado a la sociedad de un país que tuvo que aprender a vivir con su historia. ¿Cómo explicar a los hijos los terribles crímenes que se cometieron durante el nazismo? Los Mitläufer, como se llama a los alemanes que se dejaron llevar por la corriente nazi sin resistir, fueron la gran mayoría del pueblo alemán.

Después de la guerra, nadie quería plantearse la cuestión de qué hubiera ocurrido si no se hubieran dejado llevar. Los padres no hablaron con los hijos, sino, en todo caso, con los nietos. Sin embargo, aún ahora, 80 años después del final de la II Guerra Mundial, es difícil hablar sobre ello, aunque nadie duda de que sin esos millones de Mitläufer, ni Hitler, ni sus acólitos hubieran estado en condiciones de cometer un genocidio —en torno a seis millones de judíos murieron durante el Holocausto— de aquella magnitud.

El tema resurge cuando al vaciar el piso de abuelos o padres, algunas familias descubren documentos ocultos en el fondo de un armario. En el caso de Hans Gräser, él sí sabía del pasado nazi de su padre en las SS, pero no mucho más. Por eso no pudo evitar sorprenderse al encontrar una serie de documentos que desconocía cuando a finales del año pasado su madre, de 101 años, se mudó a una residencia y hubo que desalojar su casa en Heidelberg.

“Nunca había visto estos documentos. Ni el carnet de pertenencia a las SS, ni el informe de desnazificación…”, explica en su casa mientras hojea los papeles esparcidos en una mesa entre los que se encuentra, por ejemplo, el Ahnenpass, que documentaba el linaje ario, o la Cruz al Mérito de Guerra firmada por el Führer. “Me enteré entonces de que había sido miembro del partido nazi”, indica sobre lo que encontró en uno de los cajones del escritorio de su padre. “Yo sabía que estuvo en Riga [capital de Letonia]. También que fue juez del Tribunal Regional. Pero mi padre no me contó qué hizo en Riga durante la II Guerra Mundial. Eso es lo que siempre dicen, que los padres no hablaban con los hijos”, comenta.

El carnet de pertenencia a las SS de Hans Gräser

Gräser, de 79 años, es historiador especializado en la época medieval. Para él fue complicado pensar que su padre estuvo en Riga desde 1941 hasta 1944 como parte de la maquinaria nazi y nunca llegó a hablar con él de ese tema. En esa zona se cometieron asesinatos en masa como la masacre de Rumbula, donde fueron asesinados cerca de 25.000 judíos. Por eso, cuando descubrió ahora que su padre se salió de las Reiter-SS (unidades a caballo) en 1939 al entrar en la Wehrmacht, como se denominó a las Fuerzas Armadas de la Alemania nazi, no entiende por qué lo ocultó.

“Las SS siempre se consideraron una élite. Y en ese sentido puede ser que dijera que no quería saber nada del partido nazi, que le parecía demasiado vulgar”, elucubra sobre los motivos de su padre, que murió en 2009 con casi 99 años y nunca habló de ello.

“Parece que solo se dedicaba a cosas civiles. Pero claro, todo el mundo allí, aunque no disparara, tenía que saber lo que estaba pasando”. Para Gräser es “difícil” enfrentarse a este pasado. ¿Cómo preguntarle a un padre si vio o estuvo implicado en alguno de esos terribles crímenes?

Con su madre habló en algunos momentos sobre esa época. “Pero siempre me ha sorprendido lo naíf que es”, reconoce. “Mi madre, que no se enteró de los crímenes cometidos durante el Tercer Reich hasta el final, no se interesó en absoluto por el tema y lo reprimió por completo”, añade.

Margarethe-Gräser en su etapa en las Juventudes Hitlerianas

Su madre, Margarethe Gräser, vive ahora en una residencia de ancianos en la ciudad de Weinheim, donde reside su hija. Ella tenía 22 años cuando terminó la guerra y estaba embarazada de su primer hijo, Hans, al que llamó como su marido, porque en septiembre de 1945 no sabía si seguía vivo o no. El niño es producto del último permiso que recibieron los soldados en las Navidades de 1944, momento que aprovecharon para casarse. “Casi todos mis compañeros de colegio habían nacido en septiembre como yo”, recuerda Hans como una curiosidad de la posguerra.

“En las primeras Navidades después de la guerra fue la primera vez que le permitieron escribir una carta desde la cárcel”, explica Margarethe Gräser, sentada en su habitación de la residencia. “Fue ahí cuando supimos seguro que estaba vivo y que estaba en cautiverio estadounidense”, añade. Desde ese momento, su marido, que estaba en un campo especial de altos cargos nazis, tuvo permitido escribir una carta al mes hasta su liberación en julio de 1946. Las cartas llegaban con restos de polvos que usaban los estadounidenses para comprobar que no hubiera mensajes ocultos.

En esa época, ella se había trasladado a vivir con su familia a la antigua casa de su abuela en el centro de Heidelberg, después de que los estadounidenses ocuparan su vivienda en Tauberbischofsheim. “A ellos no les interesaba nuestro piso en Heidelberg porque era muy antiguo y no había calefacción central”, recuerda Margarethe Gräser.

Le cuesta remontarse en el tiempo. Ella era una niña cuando Hitler ascendió al poder en 1933. Recuerda su tiempo en la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, cuya pertenencia fue obligatoria a partir de 1936. “Me gustaba formar parte de un grupo de tantas chicas porque solo tenía hermanos. Me gustaba cantar con ellas, hacer deporte y cosas así. La verdad es que viví esa época de forma positiva”.

Después estuvo en el obligatorio Servicio de Trabajo del Reich (RAD), donde las jóvenes ayudaban principalmente en el cuidado del ganado y del campo. Recuerda poco de esos años, pero sí que tuvo la suerte de estar en zonas tranquilas. Tampoco sabe cómo se enteró del final de la contienda y asegura que no supo “de las atrocidades de la guerra” hasta que terminó. Le cuesta hacer memoria. “Ha pasado mucho tiempo”, se excusa.

“De alguna manera, no queríamos creerlo. Mi marido probablemente sabía más al respecto”, reconoce. “El florecimiento de Alemania durante el nazismo, por así decirlo, fue visto como algo bueno en comparación con la época anterior, cuando Alemania atravesaba un tiempo muy malo. Nosotros no sabíamos nada de los crímenes que se cometieron. Los que lo vivieron eran, creo, muy reservados y cautelosos a la hora de hablar de ello. Y en los periódicos, por supuesto, siempre se publicaban solo cosas buenas”, añade.

El departamento jurídico nazi reunido en Riga, con Hans Gräser a la derecha

Si bien tras la guerra, muchos alemanes escondieron su pasado nazi, la familia Gräser siempre fue consciente del suyo. “Él contaba un poco de su paso por Berlín o Riga”, indica su viuda. “Eran más bien cosas formales, lo que hacía como jurista. No le interesaba mucho la política. Como funcionario, tuvo que entrar en una organización nacionalsocialista y entró en las SS”, confiesa.

Su familia leyó sus recuerdos de esa época en unas memorias que escribió cuando se jubiló. A lo largo de 200 páginas rememora, por ejemplo, cómo en 1932 escuchó por primera vez a Hitler en un mitin en Karlsruhe. “Por su contenido, me impresionó poco, predominaba la polémica burda, pero fui testigo de la fuerza sugestiva con la que se caldeaban los ánimos de los oyentes”, detalló.

En 1938 se mudó a Berlín. “Las SS tenían tareas especiales en Berlín. Al menos la mitad del servicio consistía en formar una guardia de honor en los actos en los que participaba el Führer, en servicios de vigilancia, en desfiles y similares”, escribió. “Por supuesto, en otoño de 1938 tuve que viajar con mi unidad al congreso del partido en Núremberg para desfilar ante el Führer”, relató Hans Gräser padre.

En Berlín también vivió la Noche de los Cristales Rotos, como se conocen los sucesos del 9 al 10 de noviembre de 1938, cuando miles de negocios, sinagogas y hogares judíos fueron atacados por las SA y casi 100 judíos fueron asesinados.

La carta de liberación de Hans Gräser del 20 de julio de 1946.

Su nombramiento como juez del Tribunal Regional de Berlín llegó al año siguiente, casi a la vez que fue llamado a filas, por lo que nunca llegó a ejercer realmente el cargo en la capital alemana. Al entrar a formar parte de la Wehrmacht dejó las SS, donde había llegado a ocupar el cargo de Rottenführer (líder de sección).

Vivió la rendición de Varsovia, estuvo en la Batalla de Francia y tras una lesión, acabó en 1941 asignado al departamento jurídico en la oficina del Reichskommissariat Ostland en Riga, donde, según él mismo cuenta, se ocupaba de todos los asuntos no penales. En los últimos meses de la contienda resultó herido por metralla en el frente oriental. Esas heridas le acabaron salvando la vida, probablemente, porque fue evacuado al oeste de Alemania.

Junto con estas memorias, en las que omite cualquier mención a los crímenes cometidos por los nazis, su hijo tiene ahora también el escrito que adjuntó su padre en el informe de desnazificación exigido por los Aliados para poder ser rehabilitado. En él relata los cargos que tuvo y dónde estuvo hasta su detención el 9 de mayo de 1945 y pide ser calificado como Mitläufer. Trabajó como jardinero en un cementerio en Heidelberg hasta que en 1949 volvió a ser juez.

Este nombramiento hizo que años después su nombre apareciera en el llamado Libro marrón en el que la República Democrática Alemana (RDA) denunciaba a casi 1.800 líderes económicos, políticos, generales y almirantes de la Bundeswehr y altos funcionarios por sus vínculos reales o supuestos con el régimen nazi. El Gobierno federal alemán desestimó el libro como “obra de propaganda comunista”. Sin embargo, Hans Gräser al ver su nombre ofreció prejubilarse, pero sus superiores no vieron motivo para su dimisión y siguió en su puesto.

¿Cuánto omitió de su historia? Es difícil de saber. Su familia quiere solicitar ahora al Archivo Federal de Alemania todos los documentos que haya para ver si lo que hay sobre él es lo mismo que ya saben o hay algo más. Ellos son de los alemanes que quieren saber. No todos quieren.



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