Era el 29 de abril de 1977, habían pasado menos de cuatro meses del arranque de la Operación Cóndor, “la más gigantesca batida contra el tráfico de drogas que se haya realizado en México, con la participación de más de 10.000 soldados”. Entonces, el gobernador Alfonso G. Calderón, acompañado del alcalde de Culiacán, Fortunato Álvarez, declararon ante la prensa nacional como “abatido en su totalidad” al narcotráfico en Sinaloa.

Así lo consigna Luis Astorga en su libro El Siglo de las Drogas y ahí mismo agrega: “Días después, un editorial de Noroeste titulado ‘Fin del narcotráfico por decreto’, señala que pudiera ser que el narcotráfico estuviera muerto… pero de risa”.

Ha pasado casi medio siglo desde entonces, pero la declaración del entonces gobernador no pudo envejecer peor. Él está muerto y muchos de los capos de entonces también, pero el narcotráfico sigue más vivo que nunca en Sinaloa. Cambió la genealogía, mutaron los alias y el arquetipo, pero el fenómeno sigue vigente y el negocio boyante. Tan vigente que se ha convertido en nuestro estigma, en un modelo a seguir para nuestros jóvenes y, junto con la migración y el comercio, en uno de los tres temas más importantes de la relación bilateral México-Estados Unidos.

Así lo demuestra esta nueva guerra que vivimos y de la que ya llevamos ocho meses padeciendo sus estragos sociales, económicos y emocionales; sin que haya ninguna claridad de cuándo ni cómo pueda terminar. Spoiler: falta un chingo.

La disputa entre los clanes Guzmán y Zambaday sus respectivos aliados nos ha dejado, en números gruesos, 1.200 personas asesinadas, entre ellos, narcopolíticos, funcionarios, policías, abogados, empresarios, influencers, mujeres y menores de edad; además de 1.300 personas privadas de la libertad, más de 1.000 detenidos, 4.600 vehículos robados, 1.500 comercios asaltados y más de 400 laboratorios de droga asegurados.

Una cifra de crisis humanitaria que ya se cuenta en miles y a la que hay que agregar otras nuevas –y no tan nuevas– dinámicas de violencia y miedo, tales como decapitaciones y desmembramientos con cartulina firmada, incendios de inmuebles y vehículos, vandalización de viviendas, ataques a balazos, ponchallantas, bloqueos de vialidades, explosivos lanzados con drones, vehículos artillados conocidos como monstruos y un largo etcétera que muestra la evolución táctica y las nuevas capacidades de guerra de las facciones, así como los nuevos códigos éticos (o la falta de ellos) de sus liderazgos.

Y ni qué decir del posicionamiento internacional de Sinaloa, más anclado en el estigma narco-violento que nunca. Nomás métase a Youtube y escriba Sinaloa.

Muchas cosas han pasado desde la Operación Cóndor: los narcos dejaron de ser los traficantes discretos, embotados y sombrerudos que todavía nos venden las series en streaming y se convirtieron en criminales profesionistas y sofisticados que usan ropa de diseñador, hablan inglés y visten como Instagram dicta; en el modelo de negocio pasaron de cultivar y comerciar mayoritariamente mariguana y amapola en la sierra, a producir enormes cantidades de drogas sintéticas (metanfetaminas y fentanilo) en cocinas y laboratorios clandestinos ubicados en zonas rurales y urbanas marginadas. También diversificaron sus emprendimientos al robo de vehículos, la trata de personas, la prostitución, los juegos de azar, el alcohol ilegal, el real state y el lavado de dinero privado y público al participar activamente en campañas y procesos electorales. En Sinaloa, el negocio es ser criminal, más allá de la merca que se comercie.

Pero mientras el crimen organizado sinaloense evolucionó durante los últimos 50 años hasta convertirse en una mafia extractora de rentas públicas y privadas, nuestra clase política sigue mostrando que su imaginación sigue estancada en los años 70.

Según versiones oficiales, durante esta última guerra hemos llegado a contar hasta 13.000 militares en Sinaloa; ahora no sabemos cuántos hay, porque siempre nos dicen cuando llegan los refuerzos pero nunca cuando se van. El gran error es que seguimos respondiendo a un problema complejo que une temas como prohibicionismo, crimen organizado, violencias estructurales, movilidad social y debilidades estaduales crónicas, con la misma solución simplista de siempre: más militares. Militares que, por cierto, también terminan haciendo parte del arreglo mafioso y la violación de derechos humanos.

No necesito decirlo pero debo hacerlo: así no vamos a llegar a ninguna parte. O mejor dicho, solo daremos vueltas en círculos, pero cada vez en condiciones de mayor deterioro social e institucional y de menores reflejos ciudadanos.

De modo que, si no hacemos algo diferente ahora, para cuando esta guerra termine la única certeza que tendremos es que tarde o temprano vamos a repetir una experiencia peor. Así fue de 2008 a 2011 y nuevamente, aunque en menor escala, de 2016 a 2017. Porque aunque en esta disputa actual no hemos alcanzado máximos históricos en los niveles de homicidio, la suma de las violencias letales, patrimoniales y narrativas que nos aquejan es mucho mayor, por lo que no tengo duda en afirmar que la disputa Guzmán/Zambada ha provocado la más grave situación de violencia y miedo que hemos vivido en Sinaloa.

Por eso, a 240 días de detonada la guerra y tras construir a diario su registro estadístico, quiero compartir aquí dos hallazgos que pueden ser útiles. El primero, y sobre el que ya he insistido antes, es que la estrategia del grupo interinstitucional, (como eufemísticamente se le llama al despliegue militar) ya lleva más de dos meses estancada y sin generar reducciones en las tasas de violencias letales, en específico homicidios y desapariciones. Un promedio móvil de 30 días para suavizar las curvas nos muestra que en realidad estamos desde mediados de enero atorados en el orden de los cuatro asesinatos por día, y en un número muy similar de personas privaciones de la libertad, de las cuales casi un 10% ha sido hallada sin vida y otro 65% permanece desaparecida. La guerra sigue allí, aunque por pura necesidad de sobrevivencia la normalicemos.

Insisto sobre esto, porque a diferencia de las dos disputas anteriores al interior del Cartel de Sinaloa, en las que la escalada se sostuvo por varios meses, en esta vimos muy pronto un pico en el segundo mes (octubre de 2024 con 187 homicidios) y luego tres meses consecutivos a la baja, lo que alimentó un triunfalismo prematuro de nuestras autoridades; sin embargo, los resultados de homicidios y desapariciones de febrero (124), marzo (138) y abril (145) de este año, exhiben incluso una ligera tendencia a la alza que debería preocuparnos a todos, pues nos muestra que la crisis va para largo.

El segundo hallazgo es que mientras que la estrategia militar se concentra en evitar que las facciones se hagan la guerra de manera directa en las ciudades, deja fuera y omite atender dos grandes grupos de violencias que afectan sensiblemente la paz social, la movilidad y la actividad económica: por una lado las violencias patrimoniales como el robo de vehículos y el robo a comercio que se concentran en zonas urbanas y que tienen altas tasas de impunidad; y por el otro, las violencias de control territorial e intimidación que ejercen las facciones en zonas rurales, como el valle agrícola de Culiacán y, sobre todo, las áreas serranas en municipios como Concordia, Elota, San Ignacio, Choix y El Fuerte y que provocan desplazamientos forzados de comunidades enteras, ausentismo escolar y toques de queda autoimpuestos que comienzan cuando se mete el sol. Ambas violencias son, en realidad, responsabilidad de nuestras insuficientes corporaciones policiales estatales y municipales y que con 32 agentes asesinados se han convertido en el eslabón más débil de nuestra cadena de seguridad.

En ese sentido, reducir el reforzamiento militar actual sería claudicar. De hecho no tenemos otra opción en este momento, por eso propongo generar, desde una lógica disruptiva, una iniciativa complementaria de política pública para formar y contratar policías estatales de manera que Sinaloa lidere el indicador de agentes por cada 1.000 habitantes lo más pronto posible; también, necesitamos una iniciativa similar para limpiar y fortalecer nuestra cuestionada Fiscalía. La misión, en el concepto de Mariana Mazzucatto, sería construir una policía civil confiable y eficaz; así como reducir sensiblemente las tasas de impunidad de los delitos letales.

Para lograrlo necesitamos que nuestros diputados de Morena y oposición dejen el populismo punitivo incrementado penas en delitos con tasas de impunidad casi absoluta, o inventando nuevos delitos menores cuando somos incapaces de castigar los más graves, y que se concentren en generar, junto al Ejecutivo, un presupuesto agresivo de seguridad para 2026. Tener 500 policías más, como propone el gobernador Rocha Moya, es una buena intención pero a todas luces insuficiente: necesitamos por lo menos 5.000 para acercarnos a niveles de Yucatán y estándares internacionales.

Entiendo que tras muchos días, semanas y meses de vivir y contar puras malas noticias, nuestros gobernantes y líderes empresariales en Sinaloa quieran cambiar la narrativa enfocándose en una conversación sobre obras y proyectos de infraestructura como un nuevo malecón, un centro de convenciones o canchas deportivas para Culiacán; pero, lo peor que podría pasarnos cuando esta guerra termine –porque terminará–, es que salgamos de ella gracias a un nuevo arreglo mafioso y con instituciones policiales y de procuración de justicia tan débiles y sucias como al principio.

Esta semana, Sinaloa vivió, otra vez, bloqueos, enfrentamientos y balaceras en carreteras y las zonas del sur, el centro-norte y el norte de Sinaloa, mostrando que la disputa no ha terminado y que las facciones siguen teniendo la capacidad de hacérsela sin que las autoridades se los impidan. Lo poco que habíamos ganado en confianza se perdió de nuevo, evidenciando el fracaso de la estragos federal liderada por Omar García Harfuch y operada por el ejército.

Por eso vuelvo a Leoluca Orlando y el caso Palermo: mientras no construyamos la rueda de la legalidad a través de policías civiles y fiscalías limpias y suficientes, los jóvenes seguirán cantándole corridos a los señores de la guerra.



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