Como decía el marqués, el masoquismo solo se equilibra con un poco de sadismo, y los aficionados piensan que las nubes negras que se agrupan encima de los oteros y cerros verdes de primavera en la Toscana, los erectos cipreses que vigilan los caminos, deberían comenzar a descargar, hacer del polvo barro y de los corredores pobres monigotes condenados a ser héroes lanzados en medio de dulces lamentares solos con sus fuerzas contra el apocalipsis, pero sobre la oscuridad negra, como un espíritu surgido del polvo que levantan los coches, iluminado por sus pálidos faros, triunfa el sol, un ciclista mexicano vestido de blanco, la belleza en sus maneras, la audacia en sus gestos, la decisión, el carácter de un líder. Es Isaac del Toro, de Ensenada, Baja California. 21 años. Casi un niño. Ha nacido un campeón. Primer mexicano que viste la maglia rosa del Giro de Italia después de terminar segundo en la etapa más temida, la de las strade bianche que rodean Siena (29,5 kilómetros en cinco tramos) y la cuesta final de Santa Catalina de Siena hasta la plaza del Campo. El único escenario a la altura de su gesta. Gana la etapa Wout van Aert, el único compañero de fuga digno de marchar a su lado. Sin masoquismos, por favor, el ciclismo es más hermoso. Y sin sádicos.
Juan Ayuso, Primoz Roglic, ¿dónde están?, se pregunta palpitante el aficionado. Allá lejos, respirando polvo. Rabia. Juan Ayuso. por lo que se podría entender la traición de su lugarteniente, del ciclista un año más joven que él que hasta ahora le ha ayudado, fiel, entregado, en sus empresas, sus victorias. Pero, ¿cómo frenar a un campeón inspirado? Él, seguramente, habría hecho lo mismo. Es su instinto, la voluntad por encima de imposiciones que les hace ser como son. Roglic muerde el polvo más que respirarlo. Triste condenado en etapas extraordinarias de Tour y Vuelta, el esloveno patina y cae en una curva a la entrada del tramo de San Martino in Grania, el segundo que afrontan, el más duro, pendiente siempre hacia arriba y una subida seca y dura al final. Quedan 50 kilómetros hasta Siena. Lo más duro. El pelotón ya estaba despedazado al intentar seguir la rueda de Mads Pedersen en el primer tramo. La caída de Roglic, y sus averías, sus cambios de bici, y Tom Pidcock con él, lo fragmentan aún más, lo sumen en la confusión, lo envuelven en la bruma de la ceguera a lo Borges, un mundo de chillidos y chirridos, sin forma, sin color. Todo es blanco, polvo dorado más bien en el aire, cuando el ataque seco en lo más duro de Del Toro, uno que no teme los caminos de gravilla, pues ha crecido haciendo mountain bike, y es un malabarista sobre la bici, rompe aún más la carrera.
Con él se van, pimpantes, Egan Bernal, naricilla cubierta de polvo dorado, como un ídolo, otro biker experto en los caminos de su Zipaquirá, y dos compañeros del Ineos, y también Van Aert, sabio conocedor del terreno. No está Ayuso. No puede. “Los del equipo me preguntaron por la radio cuál era la situación. Yo estaba delante y vi que no se había caído Ayuso, pero pensaba que Egan era Ayuso porque los dos van de blanco, ¿no? Y cuando vi que no era Ayuso ya le dije que no iba a colaborar”, explica Del Toro, que se aprovecha largos kilómetros del trabajo de Brandon Rivera y Thymen Arensman para los sueños de Egan resucitado. Por detrás, Ayuso se desgañita pidiendo colaboración. Se la ofrece más Pello Bilbao, que tira de Tiberi en el Bahrein, que de su compañero Adam yates, siempre a cola; más del herido, codo sangrante, culotte destrozado en una caída, Brandon McNulty, que de cualquier otro. Desesperación. “Y entonces el equipo me dijo que fuera a por la etapa”, continúa Del Toro, que ataca en el último tramo, el durísimo del Colle Pinzuto, y solo Van Aert resiste sin abrir la boca pese a la tortura.
Del Toro es un fenómeno de los que nacen uno cada 10, 20 años, que ganó el Tour del Porvenir a los 20, volando en los Alpes, extradominando en el col de la Loze, en todos los gigantes, y debutó con los mayores poco después volando en Australia. Y el mundo se quedó con la boca abierta. Y expectante. En la general aventaja a Juan Ayuso, segundo, en 1m 13s; Roglic, décimo, está a 2m 25s. El lunes, descanso. El martes, contrarreloj de 28 kilómetros en Pisa, y el ejercicio tampoco se le da mal al líder mexicano, que cuando se le pregunta si cree que puede ganar el Giro responde con una sonrisa: “Soñar es gratis”. “Soñaba con esto desde niño, pero no quiero pensarlo ahora”, se evade. “Solo quiero cenar bien y dormir mucho. Esto es el ciclismo: unos días tienes buenas piernas, otros no”.
El polvo lo levanta él. A su espalda, todos lo tragan. ¿Todos? Sí. También Juan Ayuso, su líder designado, resignado por las tácticas del equipo a verle partir. Y por la noche le intentarían calmar explicándole lo magnífica que es la situación: dos UAEs dominando la general, Roglic lejos. ¿Qué más se puede pedir? Después, que la carretera ponga a cada uno en su sitio. ¿No ha salido acaso Pogacar de este equipo? Sabemos lo que hacemos.
También Wout van Aert come polvo, el semidiós de las clásicas belgas y de las Strade Bianche, que no da ni un relevo hasta el asfalto final, que aguanta, que resiste como puede, aferrado a su orgullo, a sus recuerdos, a sus raíces de campeón que brotaron de allí, de la subida de Santa catalina hace siete años, en las Strade Bianche de 2018 cuando él no era más que un campeón de ciclocross solo conocido por los frikis del ciclismo que en fuga hacia la victoria se quedó clavado en mitad de la cuesta, sin desarrollo suficiente para superarla. Dos años después, ganó en la plaza del Campo como este domingo de mayo que sella su resurrección ciclista después de tantas caídas. Es su primera victoria después de romperse la rodilla en la pasada Vuelta. Experto en las esquinas y curvas de la serpenteante calle, deja que Del Toro se desgaste atacando a 500m para colarse en dos curvas, rozar el vacío en la última, y ganar. “Por experiencia sabía que había que entrar en cabeza en las últimas curvas”, dice. “Pero pese a tanta experiencia, casi me la doy en la última. El lactato ya me cegaba”.
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