El Giro es la carrera del desbarajuste organizado. Todo parece fuera de cualquier control, pero está controlado. Se para la etapa y sigue después de un rato de cháchara entre ciclistas y organizadores. Más vale un mal acuerdo que un buen juicio. Llueve a ratos y está la carretera resbaladiza en ese sur de Italia seco, con un asfalto que acumula semanas de polvo, tierra y aceite de los vehículos que pasan a diario. El primer chaparrón convierte la ruta en una pista de patinaje. Las bicicletas pisan sobre jabón líquido. Faltan 70 kilómetros y en medio del grupo Hindley toca el freno, pierde la estabilidad, se cae y arrastra a medio pelotón, nada nuevo. Le pasan por encima Pedersen, Carapaz, Yates, Tratnik o Van den Bossche entre otros. Cuando se disipa el caos, el ganador de 2022 ya no está más que para subir a una ambulancia.
El compañero de Roglic se queda sentado en el suelo; Fortunato, que se fugó al principio por los puntos de la montaña, pero ya está de nuevo en el grupo, le cuenta, a quien le quiera escuchar, la fortuna que ha tenido, mientras muestra su casco roto por detrás. Hubo quien recibió un golpe más duro. Hinsley se retiró con un traumatismo craneoencefálico, Hollman por una posible fractura de pelvis. Los ciclistas hacen inventario de daños, revisión de codos, brazos y rodillas antes de regresar a la bicicleta, algunos con el maillot rasgado.
Alarmados quienes consiguieron sortear la tremolina, bajan la intensidad del pedaleo, hasta que el Toyota híbrido de color azul eléctrico del director de la carrera, abre su techo solar por el que se asoma Marco Velo, que ralentiza la marcha, la neutraliza a la espera de tomar decisiones. Se acerca Mattia Cattaneo, charlan relajados; luego Primoz Roglic. Al final enseñan la bandera roja y todos se detienen, porque no hay ambulancias disponibles. Stefano Alocchio, que fue ciclista en los ochenta, y sabe de qué va la cosa, se baja del coche y habla con los corredores. Nadie sabe qué pasa, pero él los tranquiliza. Palmadas y gestos de cariño. También el director, Mauro Vegni, simpático de ríctus enfurruñado, se pasea en medio del paro. ¿Qué va a pasar?
Enseguida los organizadores encuentran la solución. El suelo está peligroso, al menos en ese momento, así que deciden continuar con la etapa, pero dando a los corredores la opción de llegar cuando quieran, al ritmo que quieran, sin límite de tiempo, que además no computará para la clasificación. Ni bonificaciones, ni puntos para la regularidad. Dan la salida a Van den Hoorn y Paleni, que iban escapados, y 47 segundos después al pelotón.
Se va secando el suelo, pero la decisión ya está tomada. Algunos por precaución, otros por reservar las fuerzas, se van formando grupos que separa a la carrera de Nápoles, la ciudad habitualmente caótica, como las circunstancias de la etapa. Se han recortado diez kilómetros, ya que se reinicia a 59 de meta. Los escapados aguantan hasta las calles de la ciudad, cazados por quienes creen en la victoria de etapa. Hace tiempo que ha dejado de llover, y la calzada está casi seca, pero los líderes decidieron mucho tiempo antes no arriesgar, entre ellos Pedersen, vestido de rosa, que alcanza la meta minutos después de que Kaden Groves, que se apunta la victoria, la gloria, se lleva el trofeo, el ramo de flores pero no los puntos. Ayuso, Roglic, los hermanos Yates o Nairo Quintana, entran con parsimonia bajo la pancarta. Todos atraviesan con horror ese kilómetro de empedrado a dos kilómetros de la meta. Les entran sudores fríos al pensar qué hubiera pasado sobre ese piso con la lluvia que les hizo detenerse 70 kilómetros antes.
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