Los israelitas vivieron esclavizados en Egipto hasta que Moisés, según el Éxodo, pidió al faraón que los dejara salir, a lo que este se negó reiteradamente. Como respuesta, Dios le envió las famosas diez plagas bíblicas. La cuestión es que de un modo u otro lograron escapar para emprender la marcha hacia la Tierra Prometida, que duró mucho tiempo y estuvo llena de dificultades; entre ellas, el hambre, que Dios solucionó enviándoles el maná, una sustancia misteriosa y dulce que caía del cielo cada mañana, como nieve o como rocío, y que les servía de alimento. Cada persona debía recoger la ración que estaba dispuesta a consumir, pues el sobrante se echaba a perder. En otras palabras, quedaba prohibida la acumulación, que es un invento puramente capitalista.
De las historias bíblicas leídas en la infancia y en la juventud, esta, la del maná, es una de las que recuerdo con mayor frecuencia. Entre nosotros, la palabra maná ha quedado connotada culturalmente como el símbolo de una provisión inesperada que llega cuando más se necesita, sin haberla buscado, o sin esfuerzo.
— ¿Estás esperando el maná del cielo o qué? —preguntaban nuestros padres cuando nos veían excesivamente pasivos frente a las dificultades de la vida.
Y sí, esperábamos el maná, a qué negarlo. Personalmente, llevo toda la vida vigilando su aparición, que en mis fantasías se presenta bajo diferentes formas que renuncio a enumerar por decoro. Ahora bien, peor aún que su ausencia sería la caída de un antimaná, es decir, de un milagro inverso que empeorara, si cabe, el escenario. Y este es el gran invento de Netanyahu, el antimaná con el que asesina no solo de hambre, sino de hambre y de desesperanza, al pueblo gazatí. El goteo con el que administra la ayuda humanitaria es casi más cruel que su prohibición absoluta. Este homicida, en su calidad del inventor del antimaná o antiprodigio, sería un antidiós, es decir, el puro diablo.
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