En La mano izquierda de Dios (The Left Hand of God, la gran novela de William E. Barrett que llevó al cine Edward Dmytrik con Humphrey Bogart y Gene Tierney como estrellas), un falso sacerdote se juega a los dados con un bandolero la salvación de dos misiones cristianas. La tesis de Barrett podría resumirse en que Dios escribe derecho en renglones torcidos. Cabría pensar que es lo que ocurre en un cónclave, con el Espíritu Santo de protagonista. A la tercera persona de la Santísima Trinidad achacan los cardenales y gran parte de sus fieles creyentes la selección del próximo pontífice romano.

¿Juego de dados? La inteligencia vaticana no se refleja en el sistema de votación del cónclave, que parece aconsejado por el mismísimo diablo. Cada fumata negra, cada votación fallida, es una demostración de que el futuro papa no era el deseado por una inmensa mayoría de los cardenales, que, sin embargo, han cedido en una enésima votación en beneficio de uno de ellos, forzados por el tiempo o, modernamente, por el qué dirán (antiguamente, forzados por el poder político, que llegó a encerrar a los llamados príncipes de la Iglesia con llavecum clavis― y sin comida hasta que se pusieran de acuerdo). La conclusión fue una constante, fruto posterior de intrigas y trifulcas sin cuento: el papa finalmente elegido no habrá sido el más deseado desde el inicio del cónclave, sino la consecuencia de una componenda, como remedio al atasco de las fumatas. Visto desde una perspectiva civil (civilizada, humana, lógica) estaríamos, por tanto, también ahora, ante un espectáculo de desunión y de falta de un líder en la Iglesia romana.

¿Y el Espíritu Santo, a todo esto, qué pinta? Los papólatras cubren los fallos cardenalicios bajo las alas del último miembro de la Santísima Trinidad. Así que, en realidad, si hemos de usar la razón incluso en cuestiones de fe, quien fallaría en todo esto es ese Espíritu. ¿Por qué retrasarse en la elección si fuese así? Los cardenales deberían esforzarse en acertar en la primera votación, para no dar pábulo a maledicencias. De lo contrario, cabría suponer que el Espíritu Santo no hace bien su trabajo o, mucho mejor pensado, que lo hace muy pícara y traviesamente, inspirando a unos cardenales un candidato, a otros, otro distinto, y a los demás… ¿Imaginan ese guirigay en un congreso político? Las cosas que dirían los comentócratas de turno.

Los eclesiásticos simplistas replican que, en realidad, el Espíritu Santo es como un viento, como el soplo de Dios, que los cardenales deben interpretar. Lo ha dicho de esta solemne manera el cardenal emérito de Viena, Christoph Schönborn, que sonó hace años como papable: “El Espíritu Santo ya ha elegido. Nosotros tenemos que rezar para saber quién es”. En teología, quiere decir que, para manifestarse, Dios necesita de mediaciones humanas. El cónclave, por tanto, es como una “amalgama de lo divino y lo humano”, en palabras del vaticanólogo José Manuel Vidal.

Otro punto extravagante es la frasecita con que se abre el cónclave y se aparta del mundo a los cardenales. “Extra omnes”, todos fuera, urge un alto prelado. Se han quedado dentro 133 príncipes de la Iglesia, como se les conocía antaño, ancianos la inmensa mayoría, además del Espíritu Santo y la presencia latente del fallecido papa Francisco, el maquinador más decisivo (pues ha sido él, en vida, quien ha elegido a la inmensa mayoría de los votantes). ¿Fuera todos? Pocas veces se expresa con mayor crudeza una realidad: la cristiandad está fuera del cónclave, al margen, en su casi totalidad: todos los laicos, todas las mujeres, todos los casados, todos los padres de familia, todos los obispos, sacerdotes, monjas, frailes y monjes, todos los jóvenes… Extra omnes, nunca mejor dicho.



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