Desde uno de los veinte recuadros de la pantalla, un niño delgadito de cabello lacio pide permiso para hablar. Se llama Ignacio, tiene 10 años, y desde hace meses está cautivado por un libro que leyó en el colegio. Un libro que su madre tiene prohibido mover de su mesa de noche y que suele leer antes de dormir. Es septiembre de 2020, días de incertidumbre y paranoia a causa de un virus letal. La vida como la conocíamos ha quedado suspendida hasta nuevo aviso. Los niños están encerrados en sus casas y los adultos tienen más problemas que de costumbre.
Ignacio forma parte de un club de lectura virtual, con otros niños entre los nueve y 12 años. Todos son vecinos del Rímac, un distrito popular de la Lima antigua, fundado a orillas de un río que lleva su nombre y sumido en el descuido por las autoridades. En el club de lectura de la Biblioteca El Manzano —un espacio quijotesco levantado por la gestora cultural Minerva Mora en el patio de su casa— han establecido una dinámica que ha capturado la atención de los pequeños: elegir un libro y buscar a su autor. La consigna es que este participe en vivo de la sesión o envíe un video de agradecimiento.
Para ese entonces la empresa había sido exitosa y relativamente sencilla. Contactaron con rapidez a los escritores a través de sus redes sociales con unos cuantos mensajitos. Pero Ignacio, en su inocencia, elevó la valla: escogió Fonchito y la Luna (Alfaguara, 2010), un cuento de un tal Mario Vargas Llosa sobre el primer amor. Una rareza en la bibliografía de un novelista legendario que incursionó en los ensayos, el periodismo y las piezas teatrales, pero al que la literatura infantil siempre le había sido esquiva.
Fonchito y la Luna marca el debut de Vargas Llosa a los 74 años en el complejo terreno de enganchar a los niños con la lectura. Un pedido de Arturo Pérez-Reverte que fue publicado en mayo de 2010, un semestre antes de ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Fonchito, un personaje del universo vargasllosiano que apareció por primera vez en Elogio de la madrastra, tiene un deseo: besarle los cachetes a Nereida, la “niña más bonita de su clase”. Y para conseguirlo le ha prometido bajarle la luna.
Minerva Mora, una correctora de estilo que aprendió a leer en un distrito sin bibliotecas —por puro esfuerzo de sus padres, dos profesores de colegio—, estaba dispuesta a una proeza similar por los entusiastas miembros de su club. Lanzó una campaña en las redes sociales de la Biblioteca El Manzano con el rótulo de “Se busca a Vargas Llosa”. “Era complicado que nos dieran bola. Éramos una biblioteca comunal, chiquita, que no tenía ni un año”, recuerda Minerva. Algunos medios, como Radio Programas del Perú, se interesaron y les dieron cabida. Su iniciativa suponía un poco de ternura en meses de malas noticias.
Pero no fue hasta que Minerva le escribió por X a Morgana, la hija de Vargas Llosa, que realmente hubo posibilidades. “Nos dijo que lo intentaría, pero que no nos aseguraba nada. Era lo máximo que podíamos hacer”, dice. A los tres días, el suspenso tuvo final feliz. Un video de cuatro minutos donde el escritor se dirige a sus “amiguitos de El Manzano”, con las piernas cruzadas, y un tono de voz relajado y aleccionador a la vez. Vargas Llosa pudo mandarles solo un saludo, pero terminó contándoles lo mucho que le había costado escribir ese relato de muy pocas páginas y lo crucial que había sido en su vida aprender a leer a los cinco años.
“Ese mundo pequeñito, que era el mundo de Cochabamba en el que yo vivía, de pronto se convirtió en un verdadero universo al que yo podía llegar gracias a los libros. […] Yo creo que cogerle el gusto a la lectura a la edad que tienen ustedes puede significar una vida absolutamente maravillosa. Por eso los incito a que lean, a que sean unos lectores ávidos, entusiastas, porque eso significará no solamente que tendrán muchos placeres, sino que vivirán muchísimas aventuras”, los animó una mañana de octubre.
A Minerva Mora se le formó un nudo en la garganta. Sabía que aquel video iba a marcar a sus compañeritos. Durante la sesión virtual, el recuadro de Ignacio lucía lleno de cabecitas. Lo acompañaban sus padres, su abuelo, su hermana y un tío. La familia estaba expectante por lo que iba a suceder. Cuando Minerva reprodujo el video, los niños se quedaron perplejos. No se imaginaban que una persona tan mayor había escrito Fonchito y la Luna, pero además se alegraron por la familiaridad con la que les habló.
“Se cree que los niños de ahora solo piensan en el celular. Pero dale un libro a un niño y verás el mundo de posibilidades que le estás dando”, expresa Minerva. La biblioteca El Manzano cumplió cinco años en enero. Si bien el club de lectura se ha desactivado por ahora, han puesto sus energías en el préstamo gratuito de libros y en producir dos obras, escritas por niños de escasos recursos. “Por más que un libro cueste cuatro soles (casi un dólar) para muchas familias de los asentamientos humanos cuatro soles puede ser el almuerzo. Por eso es necesario contar con bibliotecas comunales”, dice la gestora cultural. Cuando se enteró de la muerte de Vargas Llosa, la escena de los niños, que hoy son adolescentes, se le dibujó con nitidez en la memoria. Aquella vez Minerva también les había bajado la luna.
Memes inspirados en ‘La ciudad y los perros’
Allá por el 2016, Pierre Castro Sandoval, un escritor que se iniciaba en la odisea de la enseñanza, cometió una osadía: proponerle a sus alumnos que crearan memes, inspirados en La ciudad y los perros, como parte de un trabajo final. Castro dictaba el curso de Géneros literarios a jovencitos de no más de 25 años que estudiaban especialidades en Comunicaciones, en el Instituto San Ignacio de Loyola, en Lima, y desde aquellos días constató lo difícil que es infectar de literatura a quienes han crecido con la atención dispersa entre reels, alertas y mensajes instantáneos. Generaciones para los que un celular tiene todas las respuestas.
El método, tomado de una profesora chilena que mandó a hacer memes a partir de Cien años de soledad, provocó un cisma. En un lado se apostaron quienes lo acusaron de trivializar la literatura y en el otro quienes se dejaron llevar por la gracia y el ingenio. Los más comprensivos, dice Castro, fueron los profesores. Reconocieron su intento por acercar la obra de Vargas Llosa a muchachos que en su mayoría desconocían las andanzas y las historias de sobrevivencia de los cadetes del colegio militar Leoncio Prado. Abusos a inicios de los años sesenta a los que nadie llamaba bullying todavía.
Señalado por una cofradía de escritores, Pierre Castro Sandoval saltó de muro en muro, respondiendo varias de las críticas, haciendo una defensa del humor como un elemento creativo único y de la literatura como un terreno que no siempre debe ser tomado tan en serio. “Hubo memes muy novedosos, con diferentes niveles de humor. Algunos sanos y otros sexuales, porque la obra se prestaba”, recuerda. Pero fue tanto el estrés que decidió no volver a publicar los memes de sus estudiantes en sus redes sociales y prefirió silbar bajito.
Tras el fallecimiento del autor de Conversación en la Catedral, Castro tuvo dos impulsos: compartir sus reflexiones más íntimas sobre los libros de Vargas Llosa en sus historias de Instagram y sí, subir los memes más memorables sobre La ciudad y los perros que guardaba entre sus archivos. Era una manera más relajada de asumir su muerte y celebrar su obra. Nada de solemnidades ni tampoco de polémicas.
Nueve años después, Pierre Castro Sandoval continúa dictando clases en el mismo instituto. Al día siguiente del deceso del Premio Nobel le preguntó a sus alumnos cuántos habían leído La ciudad y los perros. Solo dos levantaron la mano. Dos de cuarenta. No le sorprendió. Luego escribió el nombre de Vargas Llosa en la pizarra y les pidió que le dijeran todo lo que supieran de él. La mayoría mencionó generalidades o datos sueltos a un clic de distancia.
“No insistí. No tenía tantos elementos. Yo no les puedo explicar a Vargas Llosa. Deben conocerlo leyéndolo. Además porque su primer conocimiento sobre él debe ser la parte pública y pueden verlo como alguien retrógrado. No me conviene ser un embajador de ese personaje. Lo que debo hacer es recomendarle sus libros para que ellos mismos lo descubran”, explica el autor de Yo no quería escribir cuentos.
Este profesor extravagante persiste en su lucha por conectar a sus muchachos con la ficción y la no ficción. A los de primer ciclo les ofrece puntos extra a quienes saquen un libro de la biblioteca y luego rindan un examen oral con él. “Lo hacen por los puntos, pero capaz a alguno le termine gustando la lectura. Siento claramente que cada vez me cuesta más. A veces les mando a leer libros cortitos y lo primero que me preguntan es cuántas páginas tiene y si está en audiolibro. Tienen una dificultad para encarar la palabra escrita que me sobrecoge”, se lamenta.
Por estos días a Castro le está rondando la idea de retomar dos viejas estrategias: recorrer en grupo algunas zonas donde ocurrieron las novelas y los cuentos de escritores peruanos y pedirles que creen memes sobre las películas que les manda a ver. Nada garantiza que se enganchen con las historias, pero no está dispuesto a claudicar. Siempre habrá alguno al que le suceda lo que a él: descubrir que “las palabras son una plastilina con la que se pueden crear cosas”. Y entonces, solo entonces todo habrá valido la pena.
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