El día que finalizó el rodaje de El jovencito Frankenstein, su director Mel Brooks encontró a Gene Wilder escribiendo en un rincón del estudio. “Tengo ideas para más escenas”, le dijo. Brooks le puso una mano en el hombro: “Se acabó, Gene. Hemos terminado”. “Pero, Mel”, se lamentó Wilder “¡no quiero que termine!”.
Al contrario de lo que suele ser habitual en clásicos de Hollywood, en el rodaje de El jovencito Frankenstein, de cuyo estreno en España se cumplen ahora 50 años, no hubo ni batallas de egos, ni desastres naturales, ni plazos agotados, ni presupuestos excedidos. Sólo una comunión de talentos en la que el mayor problema al que se enfrentó su director Mel Brooks fue que los miembros del equipo estallaban en carcajadas en cada plano y arruinaban las tomas. Para solucionarlo compró cien pañuelos blancos y les dijo que se los metieran en la boca cuando no pudiesen reprimir las carcajadas. Se giró para seguir grabando y cuando volvió a mirarles todos tenía un pañuelo en la boca. En ese momento supo que estaba haciendo algo desternillante.
El mundo lo supo meses después. A pesar de estrenarse a la vez que El coloso en llamas y la segunda parte de El Padrino fue un éxito de taquilla, la crítica la adoró y recibió dos nominaciones al Oscar, a mejor guión adaptado y mejor sonido. El jovencito Frankenstein supuso la constatación del inmenso talento de dos genios, Mel Brooks y su protagonista Gene Wilder, a quien la crítica Pauline Kael definió como “un borrón magnético” por su capacidad para difuminarse y a la vez atrapar la atención del espectador. Ya había sido el Willy Wonka de Un mundo de fantasía (1971) y volvería a demostrar su don para la comedia en un puñado de clásicos como El hermano más listo de Sherlock Holmes (1975), La mujer de rojo (1984) o No me chilles que no te veo (1989).

La génesis de El jovencito Frankenstein se produjo en la anterior película de Brooks, Sillas de montar calientes (1974), a la que Wilder había llegado en el último momento para sustituir a Gig Young. Aquel día Brooks también sorprendió a Wilder escribiendo. Le preguntó qué se traía entre manos y el actor le habló de una historia sobre Frankenstein, o más bien sobre un familiar de Frankenstein que no quiere saber nada de su antepasado. A Brooks le interesó y empezaron a trabajar en ella. Ambos sentían fascinación por la novela de Mary Shelley. Con el guion en la mano se dirigieron a las oficinas de Columbia Pictures donde les ofrecieron un millón y medio de dólares. Era insuficiente, pero aceptaron. Cuando el trato estaba a punto de cerrarse, Brooks soltó la bomba: “Por cierto, vamos a hacerla en blanco y negro”. Y cerró la puerta tras de sí.
Lo que sucedió a continuación parece extraído de un capítulo de The Studio, la hilarante serie de Seth Rogen sobre Hollywood. “Una estruendosa manada de ejecutivos del estudio nos persiguió por el pasillo desde la sala de reuniones” relata en sus memorias ¡Todo sobre mí!. Le gritaron que se olvidase del blanco y negro porque “¡Hasta en Perú hay color!” y le ofrecieron una opción, filmarla en color y estrenarla en blanco y negro en Estados Unidos y en color en el resto del mundo. Brooks no se fio de lo que la productora haría una vez tuviese el control y se negó. Columbia amenazó con romper el trato. Brooks y Wilder no cedieron.
Como en Hollywood no se cierra la puerta del estudio sin que se abra otra, apareció en escena Alan Ladd Jr., el hijo de Alan Ladd, el legendario protagonista de La dalia azul. Acababa de llegar a Fox y empezaba a demostrar que era un productor con un olfato finísimo que a lo largo de su carrera daría luz verde a Star Wars, aunque no la entendía, y estuvo detrás de clásicos como Alien o Blade Runner. Ladd Jr, que se enamoró del guion en cuanto lo leyó, les ofreció dos millones y medio de dólares, mucho más de lo que esperaban, y les dijo que podía contar con su mejor estudio. Justo lo que cualquier autor necesita escuchar de un productor. Ladd Jr. estaba muy alejado de los que Brooks había satirizado en Los productores, su primera película, convertida años después en uno de los mayores éxitos de la historia de Broadway. De aquella historia de dos productores que intentar lucrarse gracias a la peor obra jamás escrita, Primavera para Hitler, se llevó a Kenneth Mars para interpretar al engolado Inspector Kemp. Lo de colocarse un monóculo sobre el ojo en el que llevaba un parche fue de su propia cosecha: Brooks permitía cierta improvisación y la película se enriqueció con ello. No había duda de que Gene Wilder, que también había sido uno de los protagonistas de Los productores, sería el engolado doctor Frederick Frankenstein (¡Fronkonstin!).


Wilder sólo le puso una condición a Brooks para aceptar: que él no actuase como solía ser habitual en sus películas, quería que estuviese concentrado en su papel de director. Pero que no apareciese físicamente no significa que no pudiese estar presente: se le puede oír en varios momentos de la película haciendo diversos sonidos.
Teri Garr, que ya había demostrado su don para la comedia en decenas de series televisivas, interpretó a la sensual Inga y Madeleine Khan, una habitual de la troupe de Brooks que había deslumbrado como la insoportable Eunice Burns de ¿Qué me pasa doctor?, bordó un papel escrito especialmente para ella. Hay elecciones de reparto en la película tan perfectas que cuesta creer que fuesen casuales, pero eso lo que pasó tanto con Peter Boyle, el actor que da vida a El Monstruo, y Marty Feldman, que acabaría convirtiendo a Igor (¡Aigor!) en el personaje más querido de la película. Cuando Wilder comunicó a su agente que iba a rodar la película, este le preguntó si habría algún papel para un par de representados suyos. Lo había y cambió sus carreras para siempre. Boyle aportó una extraordinaria dulzura y una dignidad al personaje totalmente opuestas y a la vez compatibles con las de Boris Karloff en el clásico de Whale, y Feldman se convirtió en el robaplanos del film gracias a su extraordinaria vis cómica y a su inconfundible mirada, consecuencia de la enfermedad de Graves, una condición que afectaba su tiroides y le provocaba exoftalmo (ojos saltones) y desalineamiento ocular. Brooks siempre cuenta en sus monólogos que cuando quería esconderse de Feldman se limitaba a colocarse en la punta de su nariz.
Casual fue también una de las apariciones más sorprendentes de la película. Gene Hackman jugaba al tenis con Gene Wilder y cuando supo en qué estaba trabajando le preguntó si había algo para él, porque quería hacer comedia. Lo había, pero era tan pequeño, casi testimonial, que a Wilder y Brooks les daba vergüenza ofrecérselo. Pero aceptó y el hombre que había ganado un Oscar por French Connection (1971) acabó interpretando al ciego ermitaño, un papel diminuto que supo hacer memorable y recordado, aunque esté tan camuflado que sólo era reconocible por su voz. No era la única estrella oscarizada de la película: Cloris Leachman, la Frau Blücher cuyo nombre hacía relinchar a los caballos, acababa de ganar un Oscar como mejor actriz de reparto por La última película (1971).


Tenían el mejor estudio, unos medios técnicos exquisitos y un elenco de ensueño, pero lo que la convirtió en un clásico fue el extraordinario guion que Brooks y Wilder pulieron hasta el último momento. “Sólo hay una prueba de fuego para la comedia: la risa. No importa lo bonita que sea la iluminación, lo superlativo que sea el guion, lo maravillosas que sean las interpretaciones”, escribió Brooks en sus memorias. “Si estás haciendo una comedia y el público no se cae al suelo, no se agarra la barriga, no grita de risa, probablemente has fracasado”. También tenía claro que él era el primero que debía divertirse. “Nunca pienso en el espectador. Solo en mí. Si la broma me hace gracia, la incluyo”.
Tan buen ambiente no evitó que hubiese alguna disputa. La más importante tuvo relación con la secuencia en la que que el doctor y su creación bailan el clásico de Irving Berlin Puttin’ On the Ritz. Brooks afirma que él y Wilder casi llegan a las manos por ella. El actor creía en ella de manera ciega, pero Brooks la consideraba tontorrona y pensaba que rompía la continuidad de la película. Wilder le pidió que la grabasen y le aseguró que si no le gustaba aceptaría que se eliminase de la película. A Brooks le encantó. “Nunca estuve tan equivocado en mi vida. Ese día me di el baño de humildad más grande de mi carrera”.
Años después el director volvió a usar un truco similar en La loca historia de las galaxias: un alien salía del estómago de John Hurt con un bastón y un canotier y al ritmo de Hello! Ma Baby. Y volvió a funcionar.


Cuando Mel Brooks le dijo a Wilder que dejase de escribir, que ya habían acabado, Wilder se derrumbó. “Mel, no quiero irme a casa”, le dijo. “Quiero quedarme aquí. Este es el momento más feliz de mi vida”. Entendió lo que quería decir. “La película que acabábamos de terminar no sólo era divertida, también era dulce y triste”. Aunque Wilder tenía otros motivos para no querer volver a casa: en aquel momento estaba divorciándose de su segunda mujer.
Un milagro llamado Mel
Mel Brooks, curtido en los circuitos de comedia, llegó a la tele cuando apenas se había testado aún el potencial del medio y trabajó con cómicos que serían leyenda como Sid Caesar. En su Your Show of Shows coincidió con otros guionistas geniales como Neil Simon y Woody Allen. Como nadie pensaba que aquello seria relevante y las cintas se reutilizaban no quedó constancia de muchos de sus sketches. Formó con el director Carl Reiner un dúo cómico legendario y fue el creador de Superagente 86, una verdadera revolución televisiva. El cine fue un paso lógico en su trayectoria. Su primera película, Los productores fue un éxito moderado, luego llegaron Las doce sillas, basada en una novela satírica rusa de Iliá Ilf y Yevgueni Petrov y Sillas de montar calientes y El jovencito Frankenstein que triunfaron en taquilla y le convirtieron en el rey de la spoof movie o películas paródicas, un género que tiene hitos como Aterriza como puedas o la saga Scary Movie. Brooks no se detendría con El jovencito Frankenstein, tras parodiar el terror clásico le tocó al cine mudo en La última locura de Mel Brooks y a Hitchcock en Máxima ansiedad. Tampoco se libraron el cine histórico de La loca historia del mundo, el universo Star Wars en La loca historia de las galaxias —los tituladores no se rompían mucho la cabeza con sus títulos—el cine de espadachines en Las locas, locas, aventuras de Robin Hood y el vampiro transilvano más célebre en Drácula, un muerto muy contento y feliz con el genial Leslie Nielsen. El éxito de su faceta como cómico ha opacado su interesante labor como productor. Alejándose totalmente del género que le había hecho famoso estuvo detrás de películas como Fatso, dirigida por su mujer, la actriz Anne Bancroft; Frances, la biografía de la actriz Frances Farmer que convirtió a Jessica Lange en una estrella y fue el primero que confió en un jovencísimo David Lynch al que puso al frente de El hombre elefante. También ha sido actor, músico y escritor. Y a sus 98 años no tiene previsto parar, aunque se sabe una rara avis en su profesión. “A veces me preguntan: ‘Mel, ¿cuál es el secreto de una vida larga?’ y siempre respondo: ‘No morir”.
Comentarios