A mediados de 1997 durante el régimen de Alberto Fujimori en Perú, una campesina llamada Celia Ramos Durand comenzó a recibir visitas de funcionarios de salud en su casa de La Legua, caserío de Catacoas, una zona de extrema pobreza de Piura. Los atendía a regañadientes y por educación, pero les repetía que no. Celia era madre a tiempo completo de tres hijas: Marisela, de 10, Emilia, de 8 y Marcia, de 5 años. Tenía 34 años y era enérgica, el pilar de toda la familia. Pero los funcionarios no desistían. La visitaron una, dos, hasta cinco veces.
Marisela era una niña, pero tenía esa consciencia plena que cargan los hermanos mayores de una casa. Escuchaba las conversaciones, veía, percibía la incomodidad de su madre con las visitas. Treinta años después la muchacha hace un esfuerzo, intenta tragarse el llanto y recuerda, en conversación con este diario los últimos días de la vida de su madre. Vuelve al pasado para narrar las múltiples visitas de las señoras de blanco, como recuerda a las enfermeras que presionaron a Celia para que se hiciera una ligadura de trompas y finalmente lo consiguieron.
Le dijeron que era como sacarse una muela y que en pocas horas estaría de vuelta en casa e intentaron captar a otras vecinas, rememora la muchacha que acompañaba a su madre a hacer recados. Celia se dirigió entonces hacia el precario centro de salud del caserío- que apenas atendía pequeños malestares – confiada en que, como le informaron, sería un asunto ambulatorio y sencillo. “Mamá salió de casa tranquila y nunca regresó. Desde ese momento el proyecto de vida de toda la familia quedó violentado”, dice Marisela.
Durante la intervención quirúrgica, Celia sufrió un paro respiratorio tras la administración de un medicamento. Ni el personal de salud ni el centro médico tenían los recursos ni la capacidad para atenderla y tuvieron que trasladarla a Piura donde estuvo en cuidados intensivos. Falleció 19 días después.
La mujer se convirtió en una de las 18 víctimas mortales de las esterilizaciones forzadas bajo la política diseñada por Fujimori y su Ministerio de Salud para hacer control poblacional y su caso es el primero en llegar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Este jueves, durante la audiencia en Guatemala del 172° Periodo de Sesiones Ordinarias del organismo, Marisela da su testimonio buscando justicia y reparación.

Lo hace junto a su defensa legal conformada por la organización feminista Demus – Estudio Para la Defensa de los Derechos de la Mujer-, el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) y el Centro de Derechos Reproductivos. El litigio pretende que la Corte establezca la responsabilidad del Estado peruano por estos hechos, considerados crímenes de lesa humanidad y, por tanto, imprescriptibles.
“Son casi tres décadas desde que falleció y nadie se hizo responsable. Hablar de mi mamá en esta audiencia significa contar la verdad con una amplitud que trasciende a mi país y sirve para abrir la oportunidad a otras mujeres para que busquen justicia. Fueron miles las que pasaron por estas situaciones”, dijo en conversación previa con EL PAÍS.
En efecto, el Registro de Víctimas de Esterilizaciones Forzadas (REVIESFO) de Perú tiene 6.982 mujeres inscritas como víctimas de esa práctica. El 97% de ellas, mujeres campesinas o indígenas de los departamentos más empobrecidos del país. A muchas las presionaron o les dieron poca información; a otras directamente les ligaron las trompas sin su consentimiento mientras estaban anestesiadas durante otros procedimientos y otras supieron tiempo después cuando quisieron tener hijos que decidieron por ellas y sobre su autonomía reproductiva.
María Ysabel Cedano, abogada de DEMUS, explica que, además de la reparación para la familia de Celia y la exigencia de no repetición. “Si la Corte encuentra responsable al estado peruano de crímenes de lesa humanidad, que son imprescriptibles, la consecuencia es que la justicia podrá ser buscada por las miles de víctimas a través del tiempo sin el temor de que se vaya a archivar”, dice. Cedano recuerda que se trata de un crimen de lesa humanidad que fue sistemático y no un delito común, un crimen que se utilizó la salud pública para ejercer control principalmente sobre los cuerpos de mujeres en situación de pobreza, rurales e indígenas.
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