Asiago condena a Primoz Roglic y celebra a los grandes gregarios liberados, a Carlos Verona, altos calcetines blancos, siempre, zapatilla blancas, cara afilada el escalador de El Escorial, que desembarazado del herido Ciccone busca dar sentido al Giro de su equipo descabezado. Y Pedersen tocado. Entra en la fuga y la destroza. Dinamita a 40 kilómetros de la meta. Soledad entrenada en Andorra, en La Massana, a 1.500m, donde pasa el día con su mujer, cuida de sus tres hijos, y la noche sube a dormirla más alto para fomentar el efecto benéfico de la altura en la cuenta de glóbulos rojos. Oxígeno. Solo. Victoria. Y la familia completa en la meta, abrazándolo, asfixiándolo de cariño y amor. La sexta victoria de su Lidl. “Lo he hecho más por el equipo que por mí”, dice Verona, tan alto que no parece escalador, y recuerda que su única victoria hasta ahora en su carrera de ciclista, una etapa de montaña en la Dauphiné, la consiguió también al día siguiente de que se retirara su líder en el Movistar. “Esta etapa es para Ciccone. Se había sacrificado tanto. Le doy mi corazón”.

Es la segunda victoria de etapa española del Giro que debería ser de Juan Ayuso y lidera ya desde hace una semana su compañero Del Toro. Roglic ya es décimo, a 3m 53s.

Es la 115ª victoria de un español en la carrera italiana. Se produce 70 años y un día después de la primera, la de Bernardo Ruiz, aún vivo, con 100 años, en Frascati el 24 de mayo de 1955. Y celebra a los gregarios fieles y jóvenes, a Igor Arrieta, que, como un veterano, marca el tran tran del UAE contemporizador.

Tony Rominger se pasa estos días por Valladolid y alguien le dice, tendrás buenas memorias de la ciudad, ¿no? Aquí ganaste el prólogo de la Vuelta 94 que atravesaste de amarillo de principio a fin… Y él, perplejo, responde, ¿Valladolid? Ni me acordaba de que había ganado aquí nada.

Los campeones olvidan los lugares, o, quizás, no, quizás sean los lugares los que olviden a los ciclistas, como a todo el mundo.

Donde Hemingway gozaba de su orujo suave con sabor a regaliz sutil, a Nairo le fascina el Ponte Vecchio sobre el Brenta en Bassano, inicio de la subida al monte Grappa en la que ganó su Giro del 14, que pasa el pelotón rozando, hacia una nueva subida del monte de los mártires, soldados pobres, casi niños, obligados a cavar trincheras y morir por miles. Suben por el lado más suave y más largo. No tiene sentido subir solo. En pendientes del 5%, 6%, se va mejor a rueda, y al altiplano también se asciende por caminos tendidos, y arriba sopla el viento en las siete comunas. Nairo querría que le llevaran en volandas el alma y la memoria, pero, a los 35 años, las fuerzas no se suman al esfuerzo. Ni su equipo, que prefiere pensar en Einer Rubio para intentar la fuga imposible.

El espíritu guía a toda Latinoamérica, la fuerza incontrolable en el Giro, la fuerza Egan, inconformista contra la edad y las limitaciones que, con su jump juvenil a mitad del monte asombra a todos, salvo a Del Toro, siempre en guardia, joven guardia, siempre atento a la rueda del maestro ganador de Tour y ganador de Giro que se niega a cantar derrota. A la pareja se le une Carapaz. Ecuador, México, Colombia. Viva Latinoamérica. Viva nada. Al trío que podría transformar el Giro un día más ascendiendo al altiplano de Asiago, le persigue feroz y le condena el propio UAE del líder espléndido, su perfil acerado, de águila su cuello, su mirada. El UAE de Ayuso, que no tiene jump pero tiene mala suerte y mala colocación, que juega a táctico.

Etapa de cruce de miradas, amagos, y espera. De impaciencia de los jóvenes. Del sabio Carapaz también en la subida al altiplano por la carretera de Dori. El espacio mortal para Primoz Roglic, al que solo se le veía cuando se caía, y ahora también cuando sufre, siempre a rueda de Pellizzari. Y ha dejado de estar ahí. Ni se mueve, ni respira. Ni acecha. El pelotón se hace cooperativa —Bahrein, UAE, Visma, Israel, Ineos, Movistar…— para enterrarle donde pacen las vacas de la leche para los dulces quesos.

Espera. Escaramuzas. Derek Gee, el campeón de O Gran Camiño que siente como propios los bosques de la subida al altiplano, tan verdes, donde cantan los pájaros. Egan. Fogonazos y señales para que las interpreten, más mal que bien, quienes creen tener el libro de claves, y no saben, u olvidan, que los códigos para descifrar el Giro, el ciclismo, se escriben y se borran y se reescriben cada día. Solo los grandes campeones están por encima. La clave son ellos. Por eso fascinan. Por eso el aficionado se emociona cuando descubre a uno nuevo, como el chaval mexicano despreocupado que viste de rosa con el desparpajo de quien no piensa aún en las consecuencias de sus acciones ni ama el cálculo ni maldice el derroche. Es el Pogacar que en la Vuelta del 19, 20 años, imberbe, cutis de niño, mirada de asesino, hizo temblar a Roglic. A los 21 años ha enamorado al mundo. Ha llegado para cumplir la profecía de Juan Ayuso: igual que llegué yo, alguno llegará rápido que me hará sentir viejo. El sino de la generación de la pandemia. Niños prodigio, prematuros, campeones ya nada más salir del cascarón.

El ciclista español al que su equipo prometió que en el Giro tendría libertad absoluta para demostrar que merecía ser el líder del equipo en todas las carreras que disputara —siempre un calendario paralelo al de Tadej Pogacar supremo— fue Del Toro, el amor de la afición admirada, hace ya tres años, cuando con 19 llegó al podio de la Vuelta. Todo le estaba prometido, y también la exigencia cruel de cumplir con todas las expectativas y poseer la fortaleza mental que le ahorre quejas y lamentos, y frustraciones aún lógicas reflejadas en una montaña rusa de titulares, de la euforia tras su victoria (y Del Toro ya peleando con él) en el repecho de Tagliacozzo en la séptima etapa, al bajón por la caída, los tres puntos y la epifanía de Del Toro entre el polvo santo de Siena; subidón de nuevo en la contrarreloj lluviosa de Pisa, donde todos parecen inclinarse a su paso, cuando en realidad en su rodilla se abrían los puntos y se germinaban una hinchazón, inflamación y dolor, y bajón, de nuevo, hacia los palacios de Palladio en Vicenza y la cuesta del Monte Bérico en la que Del Toro pelea de tú a tú con el atómico Pedersen y el clásico Van Aert. Pierde, y como un bendito acude a consolar a Van Aert, el que le pudo en Sena, pero recupera la maldición del segundo. Y más depresión el sábado, en la frontera con Eslovenia, a cola del pelotón cuando ante una pastelería de Gorizia patina Tiberi. Y el Giro gira, gira, y quizás un bolero de Natalia Lafourcade marque su ritmo.



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