Andy López, hijo de Andrés Manuel López Obrador, se está fogueando en el negocio de su padre desde Durango, un pequeño estado del norte del país que, con discreción, ha elegido como su escuela electoral.

Como secretario de Organización de Morena, Andy se ha puesto la ambiciosa meta de convencer a los duranguenses de votar hacia la izquierda, un objetivo particularmente desafiante para un estado que permanece como bastión del PRI.

Error clásico del heredero: desconocer los límites de su propia fuerza. Algo sucede en la psique de los hijos de padres exitosos que los lleva a ponerse retos inalcanzables. Movidos por el ferviente deseo de probarse merecedores de algo, no sé qué, terminan volviéndose kamikazes.

Andy es el piloto de un vuelo a punto de estrellarse en plena sierra duranguense. Los números no mienten. De los tres municipios clave del Estado, Morena solo tiene asegurado Gómez Palacio. Lerdo sigue siendo una incógnita. Y Durango, la joya de la corona, navega viento en popa para el candidato del PRI-PAN, Toño Ochoa, quien ya ha sido dos veces alcalde de la capital.

Andrés Manuel padre se curtió en una forma de hacer política que Andy no ha llevado a Durango. Que no puede llevar. El padre veía la escena electoral como un apostolado, un trabajo de abnegación y escucha. Zapatos desgastados.

El hijo, en cambio, es más un gestor. Un gerente que organiza cuadrillas llega a Durango rodeado de asesores y da instrucciones. Andy pregunta cómo van los coordinadores, asigna números, revisa metas y regaña a quien no ha cumplido. El misticismo de su padre ha sido sustituido por hojas de Excel y programas de gestión de proyectos. La semana pasada el regaño vino porque en la hoja de cálculo de Durango casi todo se ve en rojo. El equipo llevaba el 6% de su objetivo.

Morena está en aprietos en Durango, no por un problema gerencial, sino por uno de fondo. Andy no recorre las calles. No habla de su padre, no busca enternecer o inspirar. Andy manda y de lejos. Quizá el mejor ejemplo de ello fue el evento de inicio de campaña, en donde el partido mandó poner vallas metálicas para que la dirigencia de Morena pudiera pasar sin que la gente se les viniera encima. Lejos ha quedado aquel partido que hacía de la multitud su carta de presentación. No hay nadie entre multitudes. Por el contrario, los militantes relatan las dificultades para llenar los eventos donde comparece la dirigencia.

Andy encarna muchos de los dilemas propios del heredero. Quizá el más evidente es que no sabe cuándo ajustar la máquina. Es decir, no tiene claridad sobre qué instituciones heredadas deben conservarse y cuáles necesitan dejarse intactas.

En Durango, Andy dejó intactas muchas de las peores prácticas del partido. La capital se perdió hace meses cuando Morena no supo controlar el acceso al proceso interno y permitió que personajes de pasado obscuro se colaran en la encuesta para selección de candidatos. Ganó el más conocido, pero no el más probo.

Fue desde entonces que la avioneta que pilotea Andy empezó a perder altura. El candidato de Morena en Durango es un expanista de dudosa reputación y mecha corta. Un señor que agrede a la prensa local y que aliena a las huestes de la propia Claudia Sheinbaum al haber sido coordinador de precampaña de Marcelo Ebrard.

Por si lo anterior fuera poco, la selección de candidato dinamitó la alianza con el Partido del Trabajo, que ahora se niega a hacer campaña a su favor. Secretamente, el partido aspira a que Morena pierda la elección para así fortalecer la eventual candidatura a gobernador de su miembro fundador, Alejandro González Yáñez.

En 2024, Sheinbaum ganó Durango, pero los negativos de algunos candidatos y el desorden de Morena local parecen estar sumando más negativos que positivos en toda la entidad. Lo peor es que, al ver el Excel en rojo, la dirigencia ha entrado en crisis y ha comenzado a tomar decisiones aún peores.

La más evidente fue la semana pasada cuando Andy afilió a Morena al exdirigente estatal del PRI, Luis Enrique Benítez. El acto no solo desató airados reclamos de morenistas y protestas públicas, sino auténtico desconcierto, pues Benítez ni siquiera es un operador electoral de peso. Las campañas que ha encabezado recientemente han fracasado al punto en que su propio hijo trabaja en Movimiento Ciudadano.

Ciegos por su ambición de ganar, Morena ha arropado a toda la antigua guardia priista. Ahí están exgobernadores, exdirigentes e incluso el priista por excelencia, Maximiliano Silerio Esparza, personaje local que famosamente solía decir que no se voltearía de partido ni en la cama. Bueno, pues ya se volteó.

El problema es que, por cada volteado, la propuesta de valor de Morena se reduce. Se vuelve menos creíble. No puede haber transformación de la vida pública si se sigue operando con la misma gente. En algún momento toca preguntarse si no fue Morena quien terminó por voltearse.

Durango es hoy el ejemplo más elocuente de cómo la desesperación por ganar puede devorar a un partido, llevándolo a traicionar sus principios en nombre de la eficacia. Y del triste papel de allegarse de operadores electorales que, aunque considerados estratégicos, diluyen y corrompen la identidad del partido.

A Andy le falta la paciencia y vocación de constructor. Ganar una elección con una maquinaria prestada sirve de poco. Perderla por haber pedido prestado con tanto esmero es aún peor. La voracidad nunca ha sido buena consejera y mucho menos en la política.

Lo bueno es que Andy es un hombre todavía joven que puede recapacitar, reflexionar y encontrar formas más inspiradoras de hacer política. La meta de su padre –la construcción de un movimiento– es infinitamente más loable que la mera obsesión por ganar a toda costa.



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