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Vaya días de emoción y recuerdos. Empezaron el sábado en el Bernabéu, cuando Luka Modric y Carlo Ancelotti dijeron adiós al Real Madrid en medio de una conmoción sentimental colectiva absolutamente lógica y merecida, pues estamos hablando de dos deportistas que más allá de una hoja de servicios colosal, honran con su comportamiento cualquier partido, club o competición, logrando la admiración de todos, rivales incluidos.
Si lo de Luka y Carletto fue una demostración más de que los homenajes no necesitan grandes alaracas ni fuegos artificiales para cumplir el objetivo principal —dar la oportunidad de demostrar el cariño y agradecimiento que les tenemos— el domingo en París se dio una vuelta más a la tuerca emocional del fin de semana. Ese primer plano de Rafa Nadal con los ojos vidriosos y las lágrimas apareciendo a uno y otro lado de la pantalla; los discursos de agradecimiento; la aparición de Federer, Djokovic y Murray; y finalmente, el inmejorable broche de la placa con su huella en la pista. Todo resultó de una extrema elegancia, sencillez y amor de un torneo y un país que, a pesar de sus iniciales reticencias, terminó abrazando a un jugador irrepetible. Francia y Roland Garros consiguieron con creces ese punto y final adecuado y a la altura del personaje que por diversas circunstancias no se pudo dar en su propio país.
Aun estando ya bien servidos, el domingo todavía nos deparó otro momentazo. Su protagonista no es de los que ocupan portadas, sean o no deportivas, ni opta por el Balón de oro. Supongo también que su cuenta corriente, seguramente saneada, le da para comprarse una isla en el caribe a la que ir con su banda de amistades. Se trata de Óscar de Marcos, una rara avis que consigue jugar 16 temporadas en el mismo equipo. De Marcos no es un genio futbolístico, pero sí representa como ninguno valores que rivalizan en su importancia con el talento: honesto, trabajador, discreto, pero siempre atento, líder sin necesidad de demostrarlo, respetuoso con el deporte y los deportistas. En cualquier club, referentes como De Marcos son impagables. Y San Mamés supo estar a la altura.
Cuando todavía estábamos en plena digestión de tamaño desparrame emocional, Sergio Llull va y anuncia su retirada de la selección española de baloncesto. Llegados a ciertas edades estas decisiones nunca resultan sorprendentes, pero dependiendo de las circunstancias traen consigo una determinada carga sentimental. El cierre definitivo de la ventanilla de la selección para Llull nos recuerda por última vez que el sueño terminó, que ya no va a quedar ni un solo representante de una era irrepetible. La que disfrutamos gracias a un grupo legendario sustentado por la mejor generación de jugadores que hemos visto y que no volveremos a ver. Basta con recitar el equipo al que llegó Llull en 2009. Era su primer torneo internacional y terminó con la primera medalla de oro en un Eurobasket. Pau Gasol, Rudy, Navarro, Raul López, Cabezas, Ricky Rubio, Mumbrú, Garbajosa, Marc Gasol, Claver y Felipe Reyes. Como para no dejarte llevar por un momento de nostalgia.
Creo que fue Valdano, y si no lo fue lo podría haber sido, el que dijo una vez que le gustaba más el balón que los escudos, en referencia a si se podía admirar el juego de un deportista sin estar condicionado y mediatizado por tus simpatías o colores. Estoy convencido de que, para gran parte de los aficionados, gente como Modric, Ancelotti, Nadal, De Marcos o Llull han sido capaces de romper esa barrera corta y partidista, para ser capaces de celebrar y reconocer a deportistas que no solo nos deslumbraron por lo logrado, sino sobre todo por las herramientas que utilizaron, los valores que representaron. Se van del escenario, pero se quedan bien instalados en nuestras memorias.
Y a los que no se pueden quitar las gafas de colores, pues darles el pésame por lo que se han perdido.
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