A Juan Ortega, Pablo Aguado, Juan Pedro Domecq y los empresarios de Plaza 1 se les debería caer la cara de vergüenza por el espectáculo infumable, denigrante y caricaturesco del festejo de este sábado convertido en el engaño de la feria.
Todos ellos deberían devolver lo cobrado y reintegrarlo a los casi 23.000 espectadores que pagaron su entrada y les han dado gato por liebre, muñecos de peluche por toros.
A nadie le ha podido sorprender el sonoro fracaso del hierro anunciado porque su reciente historia está cuajada de tardes infumables y toretes impresentables, tan dulzones como inválidos, a pesar de que haya sido elegida injustamente como la mejor corrida (la menos mala) a juicio de un par de jurados de la pasada Feria de Abril.
Si es verdad que el ganadero sabe lo que tiene en el campo, el señor Domecq conocía antes que todos los demás la invalidez manifiesta de sus toros; y lo sabía la empresa, y, cómo no, lo tenían más que asumido los dos ‘artistas’ que se anunciaron con ellos.
A Madrid hay que venir con toros, Juan Ortega y Pablo Aguado. A Madrid y a cualquier plaza, pero sobre todo a esta, que es la referencia mundial del toreo. No se puede pretender ser figura con piltrafas, con monas vestidas de negro, con un desfile de animales sin estampa, fortaleza y ni una sola gota de casta brava.
Los dos toreros han hecho el más espantoso de los ridículos y han dicho en alta voz que pretenden seguir siendo guindas para adornar carteles, pero que nunca mandarán ni ganarán como figuras.
Y no les redime del chasco sus pinceladas con el capote, variadas y preñadas de empaque; Ortega se lució, primero, con seis lentísimas verónicas y dos medias para recibir a su primero; un quite por chicuelinas en el tercero, y otro por templadas tafalleras en el quinto; Aguado hizo lo propio por delantales y una larga preciosa en el que abrió plaza, chicuelinas en el tercero y verónicas en el cuarto. Fue todo lo que permitieron los lisiados toros de Domecq. Y no hubo más.
No hubo, por cierto, tercio de picadores, ni de banderillas por la falta de fondo de los toros, y las faenas de muleta quedaron todas ellas reducidas a una caricatura infamante de lo que pudiera ser el arte del toreo. Birrioso el primero, un alma en pena el segundo, derrengado el tercero, lisiado el cuarto y sin vida el quinto. Por allí anduvieron los dos toreros intentando lo que ellos sabían que era imposible; Ortega llegó a escuchar hasta un aviso en el quinto, y Aguado se puso flamenco con un desplante al final de su labor en el cuarto. ¡Ver para creer!
El sexto era de Torrealta (Juan Pedro no pudo ni reunir una corrida completa) y no venía contagiado del sinvivir de sus compañeros de correrías. Cumplió mal que bien en varas, acudió con cierta presteza en banderillas, y permitió que Aguado se luciera en un manojo de naturales hermosos distribuidos en tres tandas en los que el toro colaboró con una nobleza más insulsa que la del carretón de entrenamiento.
La plaza jaleó con muletazos con desmedida euforia después del petardo vivido y pidió la oreja para el sevillano.
Pero que no se equivoque ninguno de los dos: a Madrid hay que venir con toros, condición indispensable para dejar de ser guindas prescindibles del pastel de otros.
Domecq/Ortega, Aguado, mano a mano
Cinco toros de Juan Pedro Domecq, justos de presentación, inválidos, mansos, lisiados, descastados y muertos en vida. Todos fueron pitados en el arrastre. El sexto, de Torrealta, correcto de presentación, cumplidor en varas y noble tonto en la muleta.
Juan Ortega: pinchazo y casi entera perpendicular (silencio); casi entera (silencio); media, un descabello _aviso_ (silencio).
Pablo Aguado: dos pinchazos y estocada atravesada (silencio); media tendida y un descabello (palmas y algunas protestas); estocada baja y trasera (oreja).
Plaza de Las Ventas. 24 de mayo. Decimocuarta corrida de la Feria de San Isidro. Lleno de ‘no hay billetes’ (22.964 espectadores, según la empresa).
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