“Creo que he contribuido a la conciencia del cuidado del planeta”. Quien hacía ese balance de su vida, hace seis años en una entrevista en El País Semanal, no era un político, ni un científico, ni un ecologista. Era un fotógrafo que quizás tenía algo de todos ellos, Sebastião Salgado. Un titán de la fotografía documental del siglo XX, un estajanovista que, pasados los 80 años, aún proyectaba nuevos reportajes en la Amazonia sobre tribus que habían tenido poco contacto con el hombre blanco.

Con su muerte se va uno de los grandes de la fotografía y un personaje que ya impresionaba por su particular físico, cabeza rapada, fibroso, como un monje, con sus pobladas cejas blancas y la pasión que transmitía cuando hablaba de cualquier tema, ya fuera de política, del medio ambiente, de los trabajadores o, en un aparte, de un chaval que entonces empezaba en el Real Madrid llamado Vinicius. Políglota, hablaba un español delicado, incluso culto. Era fascinante comprobar cómo articulaba discursos brillantes sobre asuntos complejos.

Cuando recordamos su obra, vemos las terribles condiciones para ganarse la vida de los garimpeiros en busca de oro en Serra Pelada, o los grandes éxodos humanos de las últimas décadas, espoleados por guerras o hambrunas.

Salgado, delante de una de sus imágenes de la exposición 'Amazonia', en Milán, en 2023.

Sin embargo, él mismo consideraba que el grueso de su obra era sobre la naturaleza, un canto de amor de alguien que plasmaba lo más bello que puede ofrecer el planeta a la vista humana, como pudo comprobarse en su exposición Amazônia, que recorrió el mundo en los últimos años, y en la que, a la vez, mostraba su riesgo de destrucción. Siempre en un blanco y negro de innumerables matices que dejaba al espectador boquiabierto.

Mares de nubes, el hipnótico recorrido del río Amazonas, ásperas montañas y la frondosidad de la naturaleza salvaje, retratados desde helicópteros gracias a sus contactos con el Ejército brasileño, lo que es, cuando menos, peliagudo. El otro cuestionamiento que tuvo este trabajo, por parte del activismo medioambiental, estuvo en cómo interpretaba la Amazonia a base de fotografiar a los indígenas, sobre todo niños y mujeres, desnudos. Como algo de otra época.

Salgado reprodujo como nadie la plenitud y la majestuosidad del entorno natural, así como el misterio y la fragilidad de quienes viven en esos recónditos lugares. Con ello lograba en el espectador la emoción y, a la vez, la reflexión. Era el compromiso humanista con el planeta y con los seres humanos. No obstante, no se consideraba un militante, alguien llegado de fuera para decir cómo hay que cambiar las cosas.

El amor por la naturaleza lo había aprendido desde su infancia, que pasó en la hacienda que tenía su padre en Aimorés, en el Estado de Minas Gerais, y en la que vio cómo la mano humana era capaz en unos años de transformar un edén en un desierto. En un proyecto homérico, se dedicó años después a recuperar la vegetación, y la vida, de esos terrenos, lo que logró tras varios intentos fallidos y mucho dinero gastado.

Salgado, durante una entrevista en Fráncfort, en 2019.

Su visión de lo que es la fotografía respondía a un esquema sencillo: “Ir, descubrir, conocer y transmitirlo”. Ese credo le convirtió en un caminante sin descanso, que conoció prácticamente todos los países del mundo.

Así, Salgado pudo ver en primera fila los horrores que es capaz de perpetrar el ser humano, como en el genocidio de Ruanda, una experiencia que le hizo perder por un tiempo la fe en la fotografía y en las personas. La pureza de sus imágenes, incluso en las situaciones más tremendas, llevó a algunas voces a acusarle de hacer “estética de la miseria”, lo que le hacía perder su habitual flema.

El planeta y el mundo fotográfico pierden a alguien que luchó por hacerlos un poco más habitables y bellos. Quedan sus libros, como esa maravilla que son Otras Américas, Gold, Trabajadores, Éxodos, Génesis y para ver cómo trabajaba está el documental La sal de la tierra, que dirigieron Win Wenders y el hijo del propio fotógrafo, Juliano.



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