Hay algunas conductas humanas que son cotidianas, de apariencia sencilla, pero inexplicables. Una de ellas es lo que los científicos llaman gargalesis y que el resto de los mortales conocemos como cosquillas. Aquellas que provocan un ataque de risa involuntario e incontrolable, incluso cuando no las deseas. Desde Aristóteles hasta Darwin se han preguntado sobre los mecanismos físicos y cognitivos que se disparan con las cosquillas. Sin embargo, y a pesar de su trivialidad, la ciencia no termina de comprenderlas.

Se desconoce por qué ciertas zonas del cuerpo son más sensibles a las cosquillas que otras. O por qué a algunos les gusta que les hagan cosquillas, mientras que otros lo detestan. Tampoco se comprende del todo por qué una persona no puede hacerse cosquillas a sí misma. En definitiva: la función principal de la gargalesis en los humanos, así como en otras especies de primates, sigue siendo un enigma.

Konstantina Kilteni es una investigadora del Instituto Donders de Cognición y Conducta Cerebral (Países Bajos), y hace años que trabaja en experimentos que analizan cómo el cerebro humano distingue entre el tacto autogenerado y el externo. Y aunque ella personalmente detesta las cosquillas —“odio que me las hagan”, admite—, está obsesionada con su estudio.

“Hay muchas implicaciones en el estudio de la gargalesis que no solemos considerar”, explica Kilteni a EL PAÍS. La científica puntualiza que el estudio de las cosquillas puede aportar tanto a la neurociencia sensomotriz en bebés como al entendimiento de la percepción del tacto en personas con esquizofrenia. “Las cosquillas son un modelo útil para estudiar la interacción compleja que existe entre movimiento, sensación y contexto social, con derivadas en muchas áreas de la ciencia”, apostilla.

Con este espíritu, la científica publicó este miércoles en la revista Science Advances una revisión en la que plantea cinco preguntas fundamentales que la neurociencia todavía tiene pendientes de contestar sobre las cosquillas y para las cuales no existe una respuesta definitiva. Aunque los científicos ya están un poco más cerca.

¿Por qué algunas zonas del cuerpo son más sensibles?

Las plantas de los pies y las axilas suelen ser el punto débil para las cosquillas, según se ha demostrado en pruebas hechas en niños y adultos mayores. La respuesta más intuitiva a esta pregunta suele ser fisiológica. Es decir, pensamos que tenemos más cosquillas en regiones con mayor sensibilidad al tacto o al dolor. Sin embargo, esto no es así. Las plantas de los pies y las axilas no son las zonas con mayor densidad de receptores sensoriales cutáneos, aquellos que detectan los estímulos en la piel.

Es por eso que a lo largo de los años se han propuesto algunas teorías alternativas. “Concretamente, se sugirió que las zonas con mayor sensibilidad a las cosquillas son las más vulnerables en una pelea cuerpo a cuerpo”, apunta Kilteni. Por tanto, las cosquillas serían un reflejo evolutivo de supervivencia. Esta hipótesis, no obstante, ha sido cuestionada porque existen zonas más vulnerables durante un combate, como los brazos, que no son particularmente sensibles al cosquilleo.

Darwin fue quien planteó que las cosquillas están relacionadas con el contacto atípico. “Sugirió que nuestras axilas no suelen ser tocadas, lo que explica por qué el roce inesperado allí a menudo se percibe como cosquilleo”, señala la investigadora. Con las plantas de los pies la teoría funciona al revés: como están acostumbradas al contacto constante y duro del suelo, una estimulación sutil con la punta de los dedos es lo que causa el cosquilleo. A Kilteni esto no le termina de convencer: “Esta explicación podría ser bastante simplista”.

¿Por qué reímos incluso cuando no disfrutamos las cosquillas?

Sócrates describió las sensaciones que produce un cosquilleo como ambiguas: con elementos de placer y de dolor. Experimentos en bebés confirmaron esta idea, ya que oscilaban entre estados positivos y negativos: tanto buscar el contacto como evitarlo. Esa es la dualidad que producen las cosquillas, que incluso se utilizaron como método de tortura durante la Segunda Guerra Mundial.

Las cifras de un estudio experimental con 84 personas cuentan que la realidad está bastante pareja. Un tercio de las personas encuentran placenteras las cosquillas (algunas hasta las incluyen en su comportamiento sexual), otro tercio es indiferente y el último tercio declaró explícitamente no disfrutarlas.

Ahora bien, ¿por qué siempre producen risa? “Como comportamiento social, la risa puede comunicar emociones distintas y tener distintas connotaciones, que van desde la felicidad y la alegría hasta incluso la vergüenza y la agresión”, escribe Kilteni. Algunos estudios analizaron los diferentes parámetros y propiedades acústicas de la risa producida por cosquillas y los compararon con los de la carcajada alegre. Y resulta que son risas distintas. El regocijo en las cosquillas “podría ser una respuesta primitiva, un reflejo más que un goce”, plantea la investigadora.

¿Por qué no podemos hacernos cosquillas a nosotros mismos?

En esto la ciencia no tiene dudas: las cosquillas no pueden ser autoinducidas. Lo que no está del todo claro son las razones. Darwin propuso que el factor sorpresa juega un rol fundamental en esto. “Uno no puede hacerse cosquillas a sí mismo porque sabe de antemano cuándo y dónde experimentará el contacto”, resume Kilteni.

La explicación sencilla —y la más aceptada— es que, para ahorrar recursos, el cerebro puede predecir y suprimir las sensaciones autogeneradas. Por eso se atenúa la percepción de los toques que nos hacemos a nosotros mismos. La autora insiste con que se necesitan más estudios para terminar de afirmar esta hipótesis.

¿Por qué algunas personas son más sensibles?

Responder a esta pregunta bajo el rigor del método científico es particularmente complejo. Los estudios que se han hecho son difíciles de evaluar porque cada participante percibe el cosquilleo de manera diferente. “Aún no sabemos si esto es por causas fisiológicas o rasgos de personalidad”, puntualiza Kilteni.

Comprender estas diferencias es uno de los principales desafíos para los estudiosos de las cosquillas, ya que las experiencias táctiles no solo dependen de los receptores en la piel, sino también de “una combinación única y compleja de factores, que abarcan desde genética y fisiología, hasta estados psicológicos y cognitivas más transitorios”. Es decir, que se trata de una lotería de factores individuales muy difícil de desentrañar. Entre ellos influyen desde la rigidez de la piel, hasta cómo responden las neuronas.

También se asume que, por lo general, los niños son más sensibles a las cosquillas que los adultos. Esto se podría explicar desde una perspectiva evolutiva: una mayor sensibilidad podría ayudar a los niños a desarrollar la risa y, posteriormente, su sentido del humor en la edad adulta.

Aunque las diferencias entre las cosquillas en niños y adultos también podrían explicarse por una mayor búsqueda de emociones fuertes en los pequeños, más que a las cosquillas en sí. Otro callejón sin salida para la neurociencia.

¿Cuál es la función evolutiva de las cosquillas?

Existen algunos científicos que defienden la idea de que las cosquillas desempeñaron un papel crucial para nuestros antepasados simios y los primeros humanos. Otros creen que son un subproducto de otras percepciones táctiles y que, en realidad, no tienen ninguna ventaja o desventaja evolutiva; simplemente están ahí. “Podría ser una actividad social, un mecanismo de juego, o tener aspectos afectivos y de vinculación”, precisa Kilteni.

Quienes defienden la primera idea señalan que el cosquilleo fue fundamental para enseñarle a los individuos jóvenes a prepararse para una batalla cuerpo a cuerpo y despertar el instinto de autodefensa para proteger zonas vulnerables del cuerpo. Pero también creen en una teoría social: hacer cosquillas es un comportamiento lúdico que sirve para fomentar vínculos entre parejas, amigos y familiares. Los críticos argumentan que si fuera un gesto de naturaleza social, sería paradójico que las personas se alejaran instintivamente de un sobresalto frente al estímulo de las cosquillas, como ocurre la mayoría de las veces.



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