Las mentiras se ven muy bien a la distancia, como las borrascas, pero disfrazan con maestría su escandaloso volumen en el presente que les toca vivir. Sobre todo si se apoyan en el poder. Ante un artefacto periodístico como Fabricación, el nuevo libro de Ricardo Raphael, la mentira se ve como lo que es. Y no hay forma de leer cada una de sus más de 500 páginas, sin pensar en los mecanismos que permitieron que aquel embuste se impusiera, tan profundamente, por tanto tiempo. Aún hoy, cualquiera que hable del caso Wallace en México refiere, palabras más, palabras menos, el secuestro de un muchacho hace 20 años y la cruzada de su madre por hacer justicia. Qué lejos de la verdad.
En medio del embuste emerge la figura de la madre, Isabel Miranda de Wallace, artífice mediática de la mentira. A mediados de julio de 2005, la mujer y su familia denunciaron el secuestro del hijo de la primera, Hugo Alberto. Apuntaron enseguida a un lugar, un departamento de un edifico mediano, en una colonia de clase media de la capital, cerca de la plaza de toros. Contaron una historia fantástica de un hombre –Hugo Alberto– que había ido a una casa de citas en el edificio, donde le habían baleado y secuestrado. La autoridad investigó y no encontró evidencia en el lugar, ni de hombres heridos de bala, ni de casas de citas, ni de secuestro alguno. Pero no importaba, aquello apenas empezaba y la señora Wallace sabía qué teclas tocar para voltear la situación.
“En 2005, había una ola de secuestros muy fuerte”, explica Raphael. “El país estaba dejando atrás modos de ser, actitudes”, añade. Acción Nacional gobernada México después de 70 años de administraciones priistas, pero las ilusiones de los primeros años topaban con las consecuencias de la descomposición del régimen anterior. Políticos y autoridades cotizaban a la baja. “Había todo un ensalzamiento de los liderazgos de la sociedad civil. Estábamos pidiendo a gritos a Batman”, sigue el autor. “E Isabel, como buena publicista que es, leyó muy rápido cómo presentarse a la gente, empezó a decir lo que querían oír. Su demagogia punitiva combinaba muy bien con la sociedad de la época”, argumenta.
Combinando agresivas estrategias publicitarias, como la colocación de las caras de los supuestos secuestradores en espectaculares de toda la capital, con amenazas y “extorsiones” a altos funcionarios del Gobierno de Acción Nacional, para que condujeran el caso de su hijo por donde ella quería, la mujer amasó un poder extraordinario. También es cierto que la clase política vio una oportunidad de sacar tajada y atraerla. Los medios la querían, la gente la quería, su historia era una tragedia, el ejemplo de todo lo que iba mal en el país. ¿Por qué no aprovechar la situación? El problema, claro, era la verdad, que se interponía en el camino de todos.
La historia del hombre baleado dejó su lugar, con el paso de los meses, a una más creíble, construida a partir del testimonio de una mujer torturada, Juana Hilda González. Hugo Alberto había sido llevado a ese departamento cercano a la plaza de toros, donde vivía la mujer. La idea era secuestrarlo, pero se murió y ella y su cuadrilla, conocidos después como la banda de secuestradores de Chalma, aserraron el cadáver y lo fueron a tirar a un canal de aguas en el sur. Esa fue la historia que ha aparecido hasta la saciedad en la prensa, porque fue, además, la que se impuso en fiscalías y juzgados. Hay gente presa por culpa de esa historia, gente condenada, gente torturada.
Raphael dice que todo es falso. Que nada de eso ocurrió. Y aporta tal cantidad de detalles que impresiona. No solo de la fabricación del caso Wallace, sino de cómo ella y sus secuaces destruyeron la vida de tanta gente en el camino, con el apoyo de policías, fiscales, jueces y mercenarios, todos unidos por el bien del país. Hace unas semanas, trascendió la noticia de la muerte de Isabel Miranda. El autor dice que no se lo cree. Ni siquiera cree que Hugo esté muerto, sino que, agobiado por un negocio de drogas mal avenido, huyó y se escondió. “Creo que [madre e hijo] están juntos. A lo mejor me los encuentro muertos, pero juntos”, dice.

Pregunta. Llegué al caso Wallace con la idea de que habría un término medio entre la versión de la señora Wallace y la suya. Pero no. Cualquiera que lea el libro se sorprenderá del tamaño, de la profundidad de la fabricación.
Respuesta. Cuando llegué al caso estaba en una actitud parecida a la tuya. Pensé que había errores en la investigación, que a lo mejor la señora Wallace había torcido un poco las cosas para asegurarse de que detenían a los criminales. Y me acuerdo la primera entrevista que le hice a la madre de Brenda [una de la presunta banda de secuestradores], con torpeza, cuando sugerí que quizá la señora Wallace había creído que había sido un secuestro, y que luego, cuando se dio cuenta de que no, de que igual el hijo se había desaparecido a sí mismo…
P. Ya no había marcha atrás.
R. Si… Todavía recuerdo su rostro. Fue amable, paciente, dijo, ‘ya lo descubrirás’.
P. Otro que no sabe
R. Jeje, sí. En mi caso fui dándome cuenta entrevista tras entrevista, y luego, lo más sorprendente fue el expediente. En la pandemia empecé a recorrer sus 130.000 páginas y me di cuenta de que ahí se encontraba todo. Así como está la versión de la señora Wallace, también están las versiones alternativas. Entonces, salí de la investigación, consciente de que la versión de ella se había impuesto, había ganado el terreno en los medios y la esfera de poder, lo que le permitió ocultar las deficiencias de la investigación, que, si se hubiera hecho bien, se habría llegado a la conclusión de que no había un desaparecido, un destazado, o un muerto. Y que, probablemente, los detenidos nada tenían que ver.
P. Por el dibujo que haces en el libro, estamos ante una de las mentirosas más destacadas de la historia moderna de este país.
R. A ver. Antes de hablar de ella, déjame hablar del país. En el arranque del siglo, las juventudes empiezan a salir a los antros de noche, toman por asalto Insurgentes, la Zona Rosa, todo cambia. Y hay una sociedad conservadora que se siente amenazada por lo que pasa. Y la señora Wallace encarna esa sensación. Así que sí, es una mujer con una gran habilidad para mentir, pero su mentira se habría quedado pequeña si no hubiera encontrado un espacio donde ser creída. Ella conecta con un sentir social, y el poder, reconociendo su legitimidad social, hace un trueque con ella, y le entrega las herramientas para que haga con las autoridades lo que quiera: para ordenar operativos, entrar en prisión y torturar gente, que el Ejército le rinda pleitesía… Y en ese sentido se convierte en la mentirosa más interesante de la época.
P. En la parte final, juegas con las tres hipótesis, la que maneja la familia al principio, la que declara luego Juana Hilda, y el montaje. Y en la del montaje sacas a la palestra a La Barbie, un narcotraficante vinculado a los Beltrán Leyva, luego detenido. Y sugieres que Hugo Alberto desaparece del mapa por algún dinero que le debe…
R. En efecto, hay una primera hipótesis que no se sostiene, la que denuncian el señor y la señora Wallace, la de que llegaron al departamento en cuestión y un niño les dice que habían baleado a un señor –Hugo– y que se lo llevan sangrando. Pero esa se cae, no solo porque ese niño no estaba allí, sino porque la mamá del niño, Vanessa, vecina de allí, estuvo buena parte de la tarde y la noche, con un vecino cubano, hablando en la escalera. Novieando. Y la escalera es tan estrecha, que nadie pudo pasar por ahí sin que se dieran cuenta.
Ese hecho, que Vanessa y el cubano estuvieran allí tantas horas esa tarde noche, revienta la hipótesis uno y dos. Primero, porque no puede ser que haya pasado un señor herido de bala, y nadie lo haya visto. O la segunda hipótesis, que pasara Juana Hilda con él, que allí arriba haya muerto, lo hayan aserruchado, y luego hayan sacado el cadáver en trozos, con ellos dos ahí… No es posible. [Los Wallace] necesitaban quitar a Vanesa y al cubano del medio… Y a Vanesa, el hermano de la señora Wallace, luego la detiene, la acusa de mentir, le da una golpiza, la lleva a la policía, donde la detienen 14 o 15 horas, y le obligan a cambiar su declaración [que decía que no había visto o escuchado nada raro]. Y le obligan a decir cosas que coinciden con Juana Hilda.
Es terrible, ella tenía un bebé que no ha vuelto a ver desde entonces. La cantidad de vidas que echó a perder esa señora…
P. Nos queda la tercera hipótesis, en la que jugueteas con la Barbie.
R. No, no me cabe duda ya de la relación de Hugo con La Barbie. Lo confirman sus novias. Y luego, César Freyre [exnovio de Juana Hilda, parte supuestamente de la banda] me lo confirma también, por la conversación que él tiene con La Barbie en el [penal del] Altiplano. En el libro digo que Hugo se peló con una tonelada de droga, Freyre dice que era mucho más.
P. Hay 25 casos que recuerdan a este, en que se ve como las fiscalías siempre responden a intereses políticos, que se imponen por el interés que sea, Ayotzinapa, por ejemplo.
R. Lo que alcanzo a encontrar en este caso es que se fabrican bandas de secuestradores, se fabrican culpables. En el juicio a García Luna [zar de seguridad de Calderón, condenado por narcotráfico en EE UU], nos enteramos de que era muy eficaz para perseguir a los Beltrán Leyva, a La Barbie, a Los Zetas. Y hace carrera haciendo eso. Mientras, con la otra mano le da el paso al Cartel de Sinaloa. Esto que hizo García Luna es probablemente el modus operandi más recurrente de esta famosa lucha contra las empresas criminales. La autoridad construye guiones, asegura personajes para esos guiones, hace cine para proteger a los criminales con los que tiene nexos. Porque de esa manera garantiza la inmunidad para sus socios, y de cara a la sociedad y el poder político, demuestran eficiencia. Mi convicción hoy es que esto se repite una y otra y otra vez. Y los que lo hacen son los mismos. No estamos ante el caso Wallace, Cassez, Ayotzinapa… Debería haber un revisión seria de una enorme cantidad de casos, fabricados, para asegurar impunidad a las verdaderas bandas criminales. La fabricación es la norma.
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