Conocí a Mody Sissoko en febrero de 2020. Me presenté con un WhatsApp y días más tarde hicimos una videollamada. Llegué a él porque fue uno de las decenas de malienses que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, deportó a Mauritania en aquella época. Mody había llegado a Gran Canaria el 29 de noviembre de 2019 tras una travesía bastante accidentada que casi no cuenta. Pasó 54 días encerrado en un centro de internamiento y todo el mundo (incluida su abogada) ignoró sus peticiones de asilo, hasta que acabó maniatado en un avión con un policía nacional a cada lado. En cuanto aterrizó en Nuadibú, la policía mauritana lo volvió a encerrar en condiciones deplorables para después llevarlo a la fuerza a Malí, el país en guerra del que huyó. Tras más de cuatro años siguiendo sus pasos, hace más de tres meses, cuando estaba a punto de subirse a un cayuco, que no sé nada de él.

A diferencia de muchos otros que tienen miedo, Mody, que entonces tenía 23 años, siempre quiso contar lo que le ocurrió. Lo hizo porque estaba convencido de que todo lo que había vivido en España era reprochable e injusto. Creía que mi artículo le serviría para pedir asilo en una embajada española o, al menos, para evitar más expulsiones a Malí.

En nuestros intercambios de mensajes me contó que solo supo que lo iban a expulsar unas horas antes de que lo trasladasen al aeropuerto, cuando aporrearon la puerta de su celda de madrugada. No le dieron margen para recurrir. Recurrir es un decir, porque para eso, como mínimo, hubiese necesitado una asistencia letrada en condiciones. No fue su caso, ni el de decenas de expulsados en aquellos meses. La abogada de oficio que atendió a Mody no parecía entender mucho de extranjería, pero tampoco le dedicó el mínimo esfuerzo a su expediente cuando la fórmula era de lo más sencilla: el joven venía de un país en guerra y tenía perfil de refugiado. “Es la primera vez que veo un abogado que no defiende a su cliente”, decía.

El bote de Mody Cissoko, el 26 de noviembre de 2019, antes de ser rescatado.

Si le hubiesen permitido pedir asilo no solo no lo habrían expulsado, sino que, como al 94% de los malienses que solicitan protección en España, se lo habrían concedido. Mody, además, siempre defendió que salió de Senegal, muy cerca de la frontera mauritana, sí, pero negó haber puesto un pie en ese país, la condición necesaria para que España pudiese expulsarlo a un lugar que no era el suyo.

Publicamos la historia de Mody en EL PAÍS el 7 de febrero de 2020 bajo el título: Uno de los deportados por España a Mauritania: “Después de tres días sin comer, nos abandonaron en Malí”. Fue, si no me equivoco, el único maliense que hizo pública su denuncia. “Ahora, mi vida está en vuestras manos”, me dijo. “¡Ayúdame como puedas!”.

La historia de Mody era valiosa porque él era generoso con su tiempo y los detalles y representaba varios de los atropellos que se sucedieron durante meses y que algunos periodistas nos empeñamos en denunciar. Quizás ahora nos parezca lejano, pero no fue hace tanto tiempo que miles de personas se hacinaban en un muelle por la incapacidad del Gobierno de habilitar un espacio mejor. Tampoco hace tanto que los abogados del turno de oficio firmaban órdenes de devolución sin siquiera desplazarse para hablar con sus clientes previo cobro del servicio. O que jueces y policías promovían el encierro de refugiados que no pueden ser expulsados. Pedir asilo, que aún hoy sigue siendo una odisea, dependía en aquel entonces de un raro golpe de suerte.

“No van a Malí, sino que van a Mauritania”, defendió el ministro Grande-Marlaska cuando los periodistas le cuestionaron por estos vuelos de deportación llenos de malienses —siete en tan solo unos meses—. “Todos los que pisan suelo español han podido ejercitar su derecho de protección internacional, cosa que algunos han hecho y otros no”, añadió.

España sabía de sobra lo que Mody iba a pasar en Mauritania porque tanto la Guardia Civil como la Policía Nacional trabajan codo con codo con sus homólogos mauritanos en temas migratorios. Al joven lo encerraron tres días sin comer ni beber en esas prisiones para migrantes donde ni ven la necesidad de poner colchones a las literas. “La policía mauritana nos maltrató”, me escribió. Luego fue maniatado otra vez y empujado a los confines del país, para que con solo unos pasos ya pudiese estar en Malí, el lugar en el que no quería quedarse por nada en el mundo. “Prefiero morirme en el mar que estar aquí”, me dijo. Las expulsiones y el maltrato de migrantes en Mauritania son ahora más masivas y más violentas, según fuentes en el terreno. En los cuatro primeros meses del año, el Gobierno mauritano ha interceptado a más de 30.000 migrantes, según fuentes gubernamentales, de los cuales miles han sido expulsados a la fuerza y el resto permanecen en centros de detención. Senegal y Malí han denunciado el “trato inhumano” que se da a sus ciudadanos.

Mody Cissoko en el centro de detención de Mauritania donde fue encerrado antes de su expulsión.

Desde 2020, Mody y yo hemos tenido una correspondencia abundante. A veces pasaban meses sin escribirnos, pero al final siempre aparecíamos. Me doy cuenta ahora, al repasar nuestro chat de WhatsApp, cuánto cuidaba sus mensajes. Hoy le doy un significado distinto a esos textos largos y bien escritos, en francés. Leídos ahora, no solo eran un diario de la desesperación ­―como los veía yo―, sino un intento calculado de construir el puente que podría llevarlo al otro lado.

Durante los primeros meses tras su expulsión, Mody hablaba de plantarse en una embajada española y pedir asilo y en, paralelo, planeaba cómo volver al mar. Argelia, Mauritania o Marruecos. Pedía consejo para elegir la mejor ruta, aunque no haya ninguna buena, y compartía sus previsiones. Mody aún no tenía el dinero para emprender un nuevo viaje y, cuando lo consiguió, la pandemia cerró fronteras y acabó por frustrar su arrebato de jugársela otra vez.

Por entonces, el Ministerio del Interior dejó de expulsar a refugiados como Mody. Pesó la recomendación de Acnur de no forzar los retornos de malienses de determinadas zonas en conflicto a su país y, quiero pensar, que su propia denuncia. Aunque a él ya no le valía.

Mody intentaba salir adelante, entre otras cosas vendiendo ropa, pero yo lo imagino obsesionado, buscando información sin parar y hablando con todos los conocidos que sí lograron llegar a Europa. Cada vez que me contactaba, lo hacía con una idea nueva para marcharse.

Pasada la epidemia de covid, se tomó en serio la idea de pedir asilo en la embajada de España, porque quería “encontrar una forma legal de venir”. Era una misión casi imposible sin ayuda, buenos abogados y presión mediática y yo misma le desanimé. Después exploró el mundo del fútbol, su pasión desde pequeño. Decía que conocía a alguien que había fichado por un club andaluz y me pedía que le consiguiese un contrato. Mi papel, del que no siento ningún orgullo, fue el de devolverle los pies al suelo. Le expliqué que los clubes suelen tener cazatalentos que viajan por los países para buscar jugadores, normalmente 10 años más jóvenes que él. “Búscame contactos de jugadores del Barça para que les escriba y les cuente mi historia, por favor”. No lo hice.

La idea del fútbol se le pasó, pero seguía rumiando cómo volver. Se le ocurrían fórmulas sensatas y legales, porque él no quería jugarse la vida otra vez, pero todas ellas imposibles para un maliense sin muchos recursos. La última fue la de pedir un visado de turista. Requisitos: seguro médico con cobertura de 30.000 euros, justificante bancario con suficientes fondos, pasaporte en vigor, reserva de hotel o una carta de invitación. Mody no cumplía ninguno de esos requisitos y aun cumpliéndolos nadie le garantizaba la concesión de ese visado.

No deja de ser paradójico que de todas las formas para llegar a Europa, la más sencilla para gente como Mody sea jugarse la vida en un cayuco.

El pasado mes de febrero, Mody andaba por Senegal, haciendo no sé bien qué, hasta que me anunció que estaba pensando ir a Mauritania con la intención de lanzarse al mar otra vez. Esos días me pidió la previsión del tiempo en las islas Canarias. Como siempre, agradeció, y calculó que esa misma semana estaría en Mauritania. Escarmentada por tantos contactos y móviles perdidos, le pedí todas sus redes sociales para tenerlo en el radar y, él, raudo, me mandó enseguida sus cuentas de Instagram, Facebook y Telegram. Si perdía el teléfono, pensé, perdería su número, pero siempre podría conectarse desde un locutorio, desde el móvil de un conocido y comunicarse con cualquiera de esos perfiles. Era el pasado 4 de febrero.

El 5 de febrero le escribí para preguntarle dónde estaba.

Silencio.

Unos días más tarde acudí a sus redes para mandarle un “hola”.

Ni siquiera lo recibió.

El 12 insistí de nuevo.

Nada.

El 13 le llamé y escribí a todos sus contactos con el mismo apellido que el suyo en Instagram.

Nada.

Unos días después lo hice en Facebook y solo una persona respondió. Un vecino con menos información que yo.

No le ha vuelto a llegar ninguno de mis mensajes.

Hasta hoy.

Mody ha desaparecido.

Puede que haya perdido el móvil, olvidado sus contraseñas o que esté muy ocupado trabajando en algún lugar para sacar el dinero del viaje. Conociendo lo meticuloso que es no me cuadra ni su olvido de contraseñas, ni su silencio prolongado. Puede que esté encerrado en algún lugar, que lo estén expulsando otra vez. Puede que se haya subido a ese cayuco y aún esté a tiempo de llegar. Puede que a su cayuco se lo haya tragado el mar.



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