―¿Cómo estáis, Fida?
―Aún vivos, responde esta palestina de 40 años.
En medio del estruendo de los bombardeos israelíes que no cesan, esta mujer pondrá hoy un puñado de arroz en un plato para sus seis hijos. Los niños “siempre están hambrientos; aquí todos lo estamos”, explica en un mensaje esta madre de Gaza. Cuando el hambre aprieta, Fida engaña al estómago de sus hijos con unos garbanzos hervidos que espolvorea con hierbas. Dos meses llevan sin probar la carne ni la leche. El pequeño, de cuatro años, le pide “un dulce, un huevo, un bollo, un zumo”. Su madre solo tiene harina y arroz, y hasta eso se le está acabando: “Queda para una semana”. El niño pregunta si fuera de Gaza hay pollo frito; cuándo abrirán la frontera y, si más allá de ella, los edificios están en ruinas, como en ese paisaje de desolación que es lo único que él recuerda en los 19 meses que dura la ofensiva israelí.
“Yo no tengo hambre por falta de recursos”, dice la mujer, que trabaja en una organización internacional. “Tengo hambre porque Israel la utiliza como arma de guerra; porque soy una palestina víctima del genocidio en Gaza”.
Han pasado más de 70 días desde que Israel cerrara totalmente la frontera a la entrada de alimentos, agua, combustible y medicinas. El breve respiro que representó el alto el fuego que el Gobierno de Benjamín Netanyahu rompió el 18 de marzo, es ya solo un recuerdo lejano. Desde el día 2 de ese mes, ni un gramo de comida ha entrado en Gaza, algo que ha empujado a sus habitantes al abismo del hambre.
El índice de referencia sobre nutrición que utiliza la ONU alertó el 12 de mayo de que, si Israel no permite el ingreso de alimentos en Gaza antes de septiembre, todos los palestinos del enclave —2,1 millones— podrían padecer para entonces “inseguridad alimentaria aguda”, es decir, cuando se carece de comida nutritiva y en cantidad suficiente hasta el punto de pasar uno o varios días sin comer. De esos dos millones largos de palestinos, medio millón están un paso más cerca del precipicio, alertó el índice. Son quienes se asoman directamente a la hambruna.
En Gaza, el pan, el azúcar, el aceite, las verduras y la fruta se han convertido en un lujo. La carne y la leche han desaparecido. Las modestas hortalizas disponibles en el mercado se venden a precios astronómicos: una cebolla se paga a 10 euros, según datos de la ONG británica Christian Aid. “Nos morimos de hambre”, dice desde Ciudad de Gaza, Jalil Abu Shamaleh, un activista de derechos humanos cuya familia se alimenta de latas de conserva y que muestra su alivio por que sus hijos sean ya mayores. Desde el 2 de marzo, al menos 57 niños han muerto de desnutrición en Gaza, según la Organización Mundial de la Salud.
Según la coordinación humanitaria de Naciones Unidas (OCHA en sus siglas en inglés), durante la primera semana de mayo, “un saco de 25 kilos de harina de trigo, cuando se encontraba, se vendía a 371 euros, un 3.000% más en comparación con la última semana de febrero”. Un melón en Gaza cuesta 44 euros y un kilo de pescado, 89, explica desde el hospital Nasser de Jan Yunis, en el sur, Isabel Grovas, coordinadora médica de MSF. Y ni siquiera quien tiene dinero se puede permitir pagar esos precios. Solo se admite el efectivo y en Gaza apenas queda.
Los más vulnerables ya están empezando a sucumbir a la malnutrición. Después de que Israel vetara la entrada de comida, empezaron a aumentar los casos, explica Grovas. Primero, mujeres embarazadas; ahora, cada vez más niños. De una semana a otra, el número de pacientes malnutridos se eleva un 30%, explica la cooperante. “Las familias protegen a los niños”, asevera, y los adultos “sacrifican su parte para que coman sus hijos, que son los últimos que dejan de hacerlo”.
La desesperación y el hambre que ha traído el cerco total más largo de Israel a la entrada de alimentos en Gaza han dado paso también a los saqueos. En un solo día de finales de abril, se produjeron cinco asaltos a almacenes de organizaciones humanitarias.
“Compartir el hambre”
Nasser Rabah, autor del poemario El poema hizo su parte (Ediciones de Oriente y del Mediterraneo), publicado en abril, vive en la que ha sido siempre su casa en el campo de refugiados de Magazi. La vivienda en el centro del enclave palestino quedó parcialmente destruida por un bombardeo que le arrebató su biblioteca. Este poeta lleva una semana comiendo “solo de cinco a siete cucharadas de arroz por comida”. Tiene dinero pero “no hay nada que comprar”.
“Una barra de pan se ha convertido en un objeto imposible. Llevamos meses sin carne de ningún tipo y, en algunos lugares del norte de Gaza, están sacrificando a los burros para comérselos. Las aves de corral han muerto a falta de pienso y tampoco hay fruta. Los gazatíes comen lo que les queda de arroz, pasta y lentejas. Algunas mujeres las muelen o machacan macarrones para hacer un pan pobre para que los niños puedan comer”, describe. Mientras, los adultos “comparten su hambre entre ellos”.
Sin gas “desde marzo” y sin árboles ya que quemar, usan “la madera de puertas y las camas” para cocinar, explica Rabah. O plásticos, que al arder, emiten humo tóxico.
Uno a uno, los “salvavidas” frente al hambre están desapareciendo por el bloqueo israelí. Clémence Lagouardat, coordinadora humanitaria de Oxfam en Gaza hasta abril, describe así a las cocinas comunitarias, que hace unas semanas “preparaban más de un millón de comidas calientes al día; la única diaria para la mayoría de los palestinos de la Franja. Ahora sirven menos de 400.000 al día”. Hasta el pasado día 10, más de 90 de esas cocinas habían cerrado en las dos semanas anteriores por falta de alimentos y de combustible para cocinar. Eran la mitad de las que funcionaban el 25 de abril, según la ONU.
“Cada vez ves a más gente haciendo cola ante las pocas cocinas aún abiertas. La mayoría son niños y es desolador ver su decepción cuando no consiguen comida o verlos correr con un cubo detrás de un camión cisterna con agua”, dice esta cooperante. “Y va a ir a peor”, alerta, porque las exiguas reservas de alimentos de la Franja se están agotando, como también se está “desplomando la producción de agua potable”. Israel “ha destruido sistemáticamente” las infraestructuras que proporcionaban agua apta para el consumo para los gazatíes. Hasta un punto que “no puede ser casual”. La deshidratación es un factor que agrava la malnutrición.
Heridas que no sanan
Entre las cocinas que han cerrado están las de World Central Kitchen (WCK), la ONG del cocinero hispano-estadounidense José Andrés, que, el pasado día 7, anunció que ya no podía servir más comidas ni tampoco pan. Esta organización, explica Isabel Grovas, era la que proporcionaba un plato diario a los pacientes del hospital Nasser. MSF da de comer ahora una vez al día a los niños ingresados. También trata con suplementos nutricionales a embarazadas y niños malnutridos.
“Ultimamente estamos viendo mamás que vienen diciendo ‘por favor admite a mi hijo en el programa [de suplementación nutricional], porque no tenemos comida», recalca la coordinadora médica, que explica que su organización ya no tiene hierro ni ácido fólico para dar a las muchas embarazadas con anemia. Sus hijos podrían nacer “con bajo peso” o ellas dar a luz de forma prematura, subraya. La desnutrición grave en niños pequeños afecta a su desarrollo físico y cognitivo, a su habilidad para aprender y a su sistema inmunológico.
El 7 de mayo, MSF divulgó un comunicado en el que denunciaba que el bloqueo israelí deja además a miles de gazatíes que han sufrido quemaduras, la mayoría, niños, sin posibilidades de recuperación. Los grandes quemados necesitan el doble de calorías diarias y un buen aporte de proteínas para sanar. Por el contrario, cuando un cuerpo entra en inanición y se agotan completamente sus reservas de glucógeno y grasa, empieza a utilizar su masa muscular como fuente de energía. “Los cuerpos de nuestros pacientes se están consumiendo a sí mismos para cerrar heridas que nunca sanan“, afirmaba uno de los cirujanos de MSF.
Israel no solo impide la entrada de comida. También ha destruido la inmensa mayoría de campos de cultivo, invernaderos y granjas que proporcionaban una producción local de alimentos que ahora sería vital, explica desde Ramala (Cisjordania) Hassan Mahareeq del Comité Palestino de Socorro Agrícola (PARC en sus siglas en inglés). Según su organización, desde el inicio de la ofensiva israelí en Gaza, 15.697 hectáreas agrícolas han quedado dañadas o destruidas. Antes de octubre de 2023, había también en Gaza 4.000 pescadores, señala Mahareeq. Los pocos que se aventuran ahora a hacerse a la mar lo hacen a riesgo de recibir un disparo o un proyectil de los barcos de guerra israelíes.
Un estudio de PARC apunta a que los bombardeos de Israel han destruido en Gaza “todo lo que era verde”, incluso los árboles de los parques. Con un objetivo: “expulsar a la población”. Hacer ese lugar “inhabitable”, asegura el trabajador humanitario. Un comunicado de MSF denunció el día 14: “Estamos presenciando, en tiempo real, la creación de las condiciones necesarias para la erradicación de la vida palestina en Gaza”.
El ministro israelí de Defensa, Israel Katz, afirmó este sábado que la entrada de ayuda humanitaria en Gaza es ”absolutamente innecesaria”.
Mientras, frente al lado egipcio de la frontera de Rafah en Gaza, y en los países de la región, Naciones Unidas y las ONG tienen preparadas más de 171.000 toneladas de comida, suficientes para alimentar a los gazatíes durante tres o cuatro meses. Solo falta que Israel abra la frontera y permita su entrega.
La historia de Gaza es la de una huida sin retorno. El 80% de sus habitantes descienden de los 750.000 palestinos expulsados o que huyeron de las violentas milicias judías y después, del ejército del recién creado Estado de Israel entre 1947 y 1949, en lo que se conoce como Nakba (catástrofe en árabe), de la que se cumplieron 77 años este jueves. Fida es una de ellos. Era ya, como gran parte de los gazatíes, una refugiada, que dice vivir una “Nakba perpetua”. Casi con dulzura, elude enviar a este diario una foto del puñado de arroz que hoy comerán sus hijos: ”No necesitamos compasión, necesitamos justicia».
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